
Autora: Dra. Claudia Scharf. Médico pediatra, profesora y directora de la Escuela de Medicina UNPHU
Actuar a partir de indicadores significa medir una situación, analizar la información y tomar decisiones para mejorarla.
Los indicadores de salud son más que meras estadísticas: ofrecen una perspectiva de las condiciones generales de la población, con la finalidad de que las autoridades pertinentes puedan adecuar medidas, dirigir acciones y ejecutar programas de atención.
La reflexión que a menudo se hace a partir de la información oficial muchas veces queda limitada a comparaciones superficiales con otros países, sin profundizar ni intentar traducir lo que las cifras realmente evidencian.

La tasa de mortalidad infantil se presenta como un indicador más, definido técnicamente como la cantidad de niños que mueren antes de cumplir su primer año de vida por cada mil nacidos vivos. Más allá de ser un dato demográfico, este número refleja las verdaderas condiciones de vida de ese grupo vulnerable y desnuda las desigualdades en el acceso a la salud.
Una alta tasa de mortalidad infantil indica que existen situaciones y factores estructurales que comprometen la vida desde su inicio. Detrás de cada niño que muere pocas veces hay únicamente una cuestión médica; más bien, existe una acumulación de elementos: pobreza, falta de acceso a servicios básicos, atención sanitaria deficiente, bajo nivel educativo de los padres, malnutrición, entre otros.
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Actualmente, contamos con una tasa de mortalidad infantil con las mejores cifras de las últimas décadas, con un promedio de 15.92 por cada mil nacidos vivos. Sin embargo, ¿podemos decir que este valor refleja lo que ocurre a nivel nacional? ¿Existen datos segregados por provincias? Este promedio probablemente oculta profundas brechas territoriales y sociales.
En las zonas urbanas y con mejores recursos, las cifras pueden ser menores, mientras que en comunidades rurales y marginadas las condiciones son críticas. En nuestro país, algunos niños mueren simplemente por nacer en el lugar equivocado o por circunstancias sociales adversas.
La tasa de mortalidad infantil es un indicador clave del estado de los determinantes sociales de salud. Preguntas como quiénes fallecen y cómo viven esos niños en relación con la disponibilidad de agua, servicios sanitarios, seguridad alimentaria, barreras de acceso a atención médica, nivel educativo o condición migratoria de los padres —fundamentalmente de las madres— son incómodas pero necesarias para un análisis honesto y sistémico.
La mortalidad infantil evidencia desigualdades y nos plantea revisar si es factible exhibir un crecimiento económico que no se traduce en bienestar social para todos. No basta con abordar este problema desde la esfera biopsicosocial: es necesario incorporar la dimensión de justicia en salud, un principio fundamental de la bioética y las políticas públicas, que refiere a la equidad en el acceso a servicios de salud.
Es esencial que el Estado priorice la equidad en salud, que las comunidades participen activamente en la vigilancia de sus indicadores y que el sector privado apoye iniciativas de desarrollo social, para garantizar que no ocurran muertes infantiles por causas prevenibles.
Reconocemos que la disminución sostenida de la mortalidad infantil en las últimas décadas se debe a decisiones acertadas que no deben abandonarse, sino fortalecerse. La inversión en atención primaria, educación materna, nutrición, vivienda digna, mejoras en saneamiento y protección social impacta directamente en la supervivencia infantil, y requiere seguimiento y medición constante para perfeccionarse.
Un niño o niña que muere por situaciones prevenibles refleja un fracaso como sociedad, y una sociedad que aspira a ser justa no puede permitirse normalizar ese fracaso.