Malos augurios
Todavía resuenan en mis oídos las palabras del ciudadano Danilo Medina —bajo solemne juramento ante la Asamblea Nacional durante la toma de posesión del cargo que hoy ostenta —de respetar y hacer respetar las leyes de la República.
Y yo le creí.
Me convencí de su reciedumbre y agallas no comunes, sobre todo cuando tocó el tema de la Barrick Gold Corporation. Lo vi, entonces, como firme simiente que brota cual gigantesco muro de contención ante tantos desmanes; lo imaginé como aquel Héracles de la Grecia del Olimpo sacro, adalid del orden y paradigma de la dignidad.
Pero la felicidad dura poco en casa del pobre, y mi convicción comienza a desplomarse al ver la transmisión en vivo del discurso del ya ciudadano presidente durante la II Cumbre del Consejo de Estados de América Latina y del Caribe (Celac) en La Habana.
Refutó algunas falacias maliciosamente difundidas; se defendió como quiso y a un necio payaso puso en su sitio; y eso fue lo bueno. Lo malo comienza cuando le exigió respeto a quien no pinta nada en la perversa ecuación que nos ha metido en el más fétido fango.
En un giro, para mí, insólito, el presidente Medina prefirió hacerle frente a un insignificante inútil con cómicas ínfulas de monigote de intereses bastardos, y no a los auténticos ideólogos, promotores de la rastrera reputación que nos han endilgado de que somos el apartheid del Caribe, criminales racistas, violadores de los derechos humanos y un rosario de etcéteras que dan ganas de salir a cazar granujas.
Probablemente esté yo equivocado malinterpretando el significado de lo que es la autarquía, e ignore la nueva visión de lo que debe ser el fuero de un pequeño Estado al lado del país más poderoso e influyente que el mundo haya conocido.
Pero no tengo dudas de que ese período de inanición sostenida que ha exhibido el Gobierno ha podido servir como dulce plataforma para aquellos planes —todos siniestros— dirigidos en contra de la existencia misma de la república, y de que —aun sin proponérselo— resulte siendo cómplice del crimen.
El mandatario dejó bien claro que, si no defendía a su país, no merecía ser el presidente de los dominicanos; y que, si no obedecía las leyes, se exponía a ser sometido a un juicio político en el Senado de la República.
Caramba, qué pena que esas posibilidades no se vislumbran en el horizonte, pues, si estaba tan consciente de ello, cómo es posible que lleve casi dos años tolerando, en absoluto silencio, todo tipo de vejámenes por parte de la llamada comunidad internacional, y —peor aún— justificando su inercia tras un estropeado parapeto de “a un viejo problema hay que resolverlo despacio y sin presión”.
La manera como fue rechazando los infundios lo involucraba cada vez más como responsable del problema nacional, al reconocer que en el país hay casi un (1) millón de ilegales (todo el mundo sabe que hay más); y, como se trata de haitianos, su Gobierno —aseguró— “mira hacia el otro lado”.
Incluso admitió que, en su Administración, ninguna autoridad militar, policial o de migración, molesta a ningún ilegal, que nadie comprueba su estatus, que viven libres y en completa armonía con los dominicanos.
Llegó al colmo de invitar a todos los presentes a que visitaran nuestro país para que se convencieran de lo que decía. Poco faltó para añadir que es mejor ser ilegal en República Dominicana que legal en otro país.
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