Un escritor es alguien que, aspirando constantemente a la soledad, haciendo de ella parte de la materia de su oficio, conecta, por mor de su impronta en la lengua, con uno o más lectores que se hacen muchedumbre.
Se escribe, dijo Igor Stravinsky, para sí mismo y para un hipotético álter ego. Y da igual que sea la escritura de la composición musical o el ritmo de la prosa novelística, el cuento, el drama, el ensayo o un poema.
Cuando se escribe, se procura encontrar, en plena soledad, ese álter ego, esa otra persona, ficticia o real, sobre la cual proyectar la identidad, el pensamiento, la sensibilidad y el imaginario de quien articula las palabras.
Es de esta forma como, en la dialéctica establecida por Albert Camus, se da la relación entre lo solitario (solitaire) y lo solidario (solidaire) de la condición de escritor.
Un libro puede ser para el lector, si este tiene verdadera sensibilidad frente al lenguaje, una revelación, un desvelamiento. Hay libros que son puentes, porque significan el paso de un estadio de la vida a otro, a veces añorado y otras veces ignoto. Hay libros que se convierten en faros existenciales.
Para Whitman, quien llegara a tocar, a leer su siempre perfectible poemario “Hojas de hierba” estaría, en efecto, tocando, vale decir, leyendo un ser humano, la geografía de su cuerpo, la topología de su alma.
El poeta se dio a sí mismo en su escritura. Él fue inmenso en su soledad; en su intimidad creativa contuvo multitudes.
Sus versos son hoy lectura de culto. Pero, un libro es, además, el significado pleno de la compañía.
Si la muerte es, como en Dante, un viaje, yo no querría nada más que un libro para emprenderlo, abrigando la esperanza de que ni la lectura ni la aventura en el trasmundo terminen jamás.
El lector redondea, remata el significado abierto, polisémico de lo escrito. Cada lector es un recreador. Hace suyo y de su álter ego, lo que en la escritura el autor sembró para sí mismo y para solo un hipotético e impredecible lector.
La lectura es un acto de radical liberación, de irreductible redención. Hay lecturas que marcan nuestra experiencia de vida, especialmente, si se hacen en determinados momentos y bajo cierta atmósfera espiritual o vivencial.
Los libros que mejor recuerdo son aquellos que leí padeciendo alguna enfermedad, en alguna circunstancia apremiante o en momentos de angustiosa hesitación, también de pasión.
La lectura, hecha con hondura, puede llegar a significar una experiencia límite en nuestra vida.
En la lectura puedo ser el rebelde, el ser soberanamente libre que la escritura suele contener, mediatizar, aprisionar, porque la libertad de escribir está condicionada por la circunstancia, el espacio y el tiempo del escritor.
La lectura me convierte en un funámbulo cuya cuerda floja se ató, por el misterio de la palabra, a los extremos, también flotantes, de la plenitud y lo infinito.
Los libros recogen, afortunadamente, y en una armónica simbiosis, los singulares y simultáneos momentos de la lectura y la escritura experimentados por un sujeto creador, por un escritor.
En la génesis de la escritura se reflejan, a veces con sutileza y otras con cicatrices, las huellas de las lecturas vividas, sin que quien escribe sea siquiera consciente de ese fenómeno.
La originalidad, la voz particular de un escritor, su ritmo, su tono de lenguaje, su gramática biográfica, su estilo no provienen del aire.
Cuando un lector se descubre e identifica plenamente con un escritor, con su obra, entonces, se ha dado allí el prodigio de un aquelarre. Se han encontrado, felizmente, los libros y las lecturas de ambas vidas.