Libertad como precio de la seguridad
Es de Friedrich Nietzsche la idea según la cual las instituciones permanecen hasta que los hombres quieren.
El aforismo puede tener dos lecturas. Una de corte nihilista o pesimista, la cual apela a la capacidad destructiva del ser humano, que pasa por la historia creando, con entusiasmo y pasión, instituciones, objetos, bienes, cultura, que puede, paradójicamente, también destruir de manera apasionada.
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La otra, de corte optimista, vinculada a la idea hegeliana de la evolución como espiral ascendente del espíritu y de la historia, y que hace ver la capacidad constructiva del sujeto como sostén del progreso y del desarrollo de la humanidad.
La libertad es una institución edificada por el espíritu humano, y vale igual para el individuo que para las sociedades o las naciones.
La seguridad del individuo o de la ciudadanía, y también de las naciones es, igualmente, una institución, una conquista; es un derecho, solemos decir hoy, en la sociedad posmoderna, como la llama Zygmunt Bauman; o en la modernización reflexiva y su sociedad del riesgo mundial, como prefiere llamarla Ulrich Beck, para quien, en efecto, vivir en estos tiempos actuales significa ir “en busca de la seguridad perdida”.
Es cierto que el problema de la seguridad ciudadana se complejizó sobremanera luego del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, a manos de Bin Laden y Alqaeda, el 11 de septiembre de 2001. Su promesa terrorista, al mismo tiempo, una amenaza, de que a partir de ese momento Occidente y sus habitantes jamás volverían a sentirse seguros se han cumplido.
El Estado Islámico es la nueva expresión. Sin embargo, no es en el terrorismo donde están las raíces del problema de la inseguridad que nos arropa como una capa viscosa, como un temor, como un auténtico miedo a nuestro entorno y a los demás.
La inseguridad es el resultado de la profundización de la modernidad. Es una “consecuencia” de la modernidad, diría Anthony Giddens, y revertirla tiene, tanto para él como para Bauman y el pensamiento sociológico-político contemporáneo, un precio muy alto que pagar, que se llama libertad.
Se trata, pues, de una relación inversamente proporcional en dos conquistas del ser humano moderno: a mayor seguridad menos libertad. Parecería absurdo, pero, resulta intrínseco a la naturaleza humana, el que a mayor desarrollo de la racionalidad le venga parejo un rizomático, calculado apogeo de los bajos instintos, la destructividad y la bestialidad en los individuos y las sociedades.
El Holocausto y genocidios posteriores, incluyendo la actual guerra en Siria, son un ejemplo contundente.
Cuando la sociedad, a consecuencia de sus sacrificios históricos, su consolidación institucional, desarrollo económico, expansión de pensamiento, organización y estabilidad como Estado-nación o como sociedad global y del conocimiento debería brindar al individuo una mayor libertad, ha tenido, en cambio, que sacrificar esta en procura de la seguridad.
Este hecho incontrastable ha impactado en forma dramática la vida cotidiana del siglo XXI. El miedo es el telón de fondo de nuestras vidas.
Tememos al espacio (la calle, la barriada, los caminos, la ciudad, un país); tememos al tiempo (la noche, la madrugada, el mediodía solitario); tememos al otro (ciudadano local, visitante, turista, extranjero, refugiado); procuramos suplirnos de entretenimientos en casa, en el interior del edificio, en las plazas comerciales que tienen vigilantes y cámaras de seguridad, en el teléfono celular; tememos a que nuestros hijos salgan a divertirse sanamente; tememos, en pocas palabras, a nuestra propia libertad con tal de no poner en riesgo nuestra seguridad.
Estamos compelidos a transarnos por estar seguros, antes que ser libres. Una paradoja de la modernización.
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