En tiempos idos, cuando la movilidad humana tenía un ritmo digamos lento por razón de la condición rural de la mayoría de la población, de las condiciones estables de la familia nuclear y de una actividad económica con una fuerte base agropecuaria, un ritmo de diez años podía ser suficiente para la realización de los censos de población y vivienda.
Esos tiempos han pasado. Como consecuencia, las administraciones deben plantearse un acortamiento del ritmo, es decir, en vez de cada diez años como ha sido acogido en Latinoamérica, montarlos cada seis u ocho años.
Entre nosotros la tendencia es a extender el tiempo, sin ver que las estadísticas tienden a cero.
Se puede argumentar que existen herramientas sucedáneas con las cuales se puede suplir información útil para la aplicación de políticas públicas, si no con la fiabilidad de un censo, con las características de una encuesta, que cuando es aplicada con los criterios técnicos rigurosos, arroja información por lo menos aproximada.
El último censo del que tenemos noticias ciertas es del año 2010. Esto quiere decir que la información firme utilizada por la administración pública a la hora de la planificación de las políticas públicas es vieja y en los casos en que se cuente con datos actuales, son sectorizados.
Con los aportes de la encuesta Enhogar-2021 a la mano y el anuncio de abril pasado acerca de que este año podríamos tener el censo nacional de población y vivienda, no podemos dejar de hacer una pregunta, ¿habrán olvidado nuestras autoridades la importancia de este instrumento como fuente primaria de estadísticas claves?