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Las cartas de John D. Rockefeller a su hijo

Hace algunas semanas cayó en mis manos un libro que contiene un compendio de 38 cartas que el magnate John D. Rockefeller le escribió a su hijo, entre 1897 y 1915.

Las cartas, más allá de darle un reporte pormenorizado de los acontecimientos del momento, constituyen treinta y ocho reflexiones sobre la vida que hoy, más de un siglo después, mantienen la diafanidad, la precisión y la pertinencia en el mensaje.

La vida de un hombre de negocios
En 1839, en el seno de una familia humilde, en el estado de Nueva York, nació John Davison Rockefeller. A temprana edad mostró interés por los números y la organización. Con apenas 16 años trabajó como contable en una empresa agrícola y a los 20 años emprendió su primer negocio, que consistía en la intermediación de productos y la vinculación con el sector transporte. Estos primeros pasos empresariales coincidían con la expansión de la industria petrolera en Pensilvania, que convirtió, con posterioridad, en uno de sus objetivos estelares.

Roberto Ángel Salcedo

Para 1870, y en compañía de socios, fundó Standard Oil Company. En poco tiempo y utilizando agresivas estrategias de negocios, como un férreo control ferroviario, reducción de costos, integración vertical, la compra de competidores, entre otras prácticas no comunes para la época, dominaría la refinería y distribución de petróleo en Estados Unidos. Hacia los finales del siglo XIX, la compañía controlaba poco más del 90% del mercado de refinado y combustibles en toda la Unión Americana.

El propósito de las cartas
Para John D. Rockefeller la relación con su heredero no sólo conservaba los matices filiales, sino que también se adentraba en las pretensiones de hacer crecer las empresas: la inexorable sucesión empresarial. Por tanto, transmitirles experiencias, conocimientos y concepciones de la vida, a través del medio más factible de la época, las cartas y el correo, era de alta prioridad para su vida.

En una carta fechada el 20 de julio de 1897, John le escribe a su hijo que el punto de partida no determina el punto final. La carta dice: “John, nuestro destino lo determinan las acciones, no nuestros orígenes. Las oportunidades siempre serán desiguales, pero los resultados demostrarán lo contrario”. En la misma misiva le confiesa: “Te inculqué muchos valores como la frugalidad y la lucha personal porque sé que la forma más fácil de dañar a alguien es dándole dinero. Esto podría contribuir a que las personas se vuelvan corruptas, depravadas, arrogantes y que pierdan su fuente de felicidad”.

En otra epístola del 9 de noviembre de 1897, Rockefeller aborda con claridad meridiana el valor del trabajo, dice: “Hijo, creo que el trabajo es un privilegio, ya que trae más que sólo el sostén de la vida. El trabajo es la base de todos los negocios, la fuente de la prosperidad y el moldeador del genio”. En la misma carta, afirmó: “Cuanto más difícil o desagradable es el trabajo, más urgente es realizarlo. Cuanto más espera, más aterrador y difícil se vuelve. Esto es un poco como disparar un arma. Cuanto más tiempo apuntes, será menor la posibilidad de que aprietes el gatillo”.

Otra de las cartas tiene fecha del 20 de enero de 1900. En ella Rockefeller hace algunas reflexiones sobre la suerte, le dice a su hijo John: “A la hora de esperar la suerte, hay que saberla orientar. Diseñar la suerte es diseñar la vida”. Agrega, a su vez: “Cualquier cosa puede pasar en este mundo, pero nada puede pasar sin hacer nada (cosechar sin sembrar)”.

Rockefeller fue siempre un individuo arriesgado, una persona de acción; su ambición por la competencia y por el mantenimiento de la superioridad empresarial y económica le llevó a enfrentar los primeros casos sobre monopolio que conoció la justicia estadounidense en 1911.

En una carta de fecha 24 de diciembre de 1897, habló de la importancia de actuar con la mirada puesta en el presente, le dijo a su hijo: “John, llevar a la práctica con éxito una buena idea es más valioso que pensar en mil buenas ideas en casa”. Agregó: “Bien lo dijo un sabio, si no tomas acciones, incluso la idea más práctica, hermosa y viable del mundo no funcionará. Siempre he creído que una oportunidad surge de otra oportunidad, ya que incluso las mejores ideas tienen fallas”.

John Rockefeller se constituyó en una inagotable fuente de sabiduría para sus hijos. Las experiencias adquiridas por las vivencias empresariales y por la tormentosa relación con sus más enconados adversarios, le mostraron nuevas perspectivas.

En una carta de fecha 19 de febrero de 1901, le comparte a su hijo la noticia del fallecimiento del señor Benson, a quien describió como un viejo rival y uno de sus oponentes más admirados. Señaló en el escrito, en referencia a sus luchas empresariales: “Querido hijo, debemos estar decididos a competir, incluso si perdemos, lo que debemos hacer es perder gloriosamente. Las muletas no pueden reemplazar los pies fuertes y poderosos; tenemos que pararnos sobre nuestros pies”. Agregó: “Hijo, la vida es una hipoteca constante, hipotecamos nuestra juventud por el futuro, nuestra vida por la felicidad”.

Aunque Rockefeller tuvo un diagnóstico temprano de alopecia severa, dificultades digestivas y padecimientos de ansiedad, vivió una prolongada vida ajustada a un régimen riguroso y disciplinado. A partir de 1913 creó la Fundación Rockefeller y destinó importantes sumas de dinero en favor de la salud, la educación y las ciencias. Falleció en 1937 dejando una de las fortunas más valoradas de su época.

La manera en que gestionó su vida, llena de retos, satisfacciones, malos ratos y, fundamentalmente, aprendizajes, convidan al estudio y a la consulta permanente.

*Por Roberto Ángel Salcedo

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