La Universidad Autónoma ha estrenado nuevas autoridades el fin de semana en un acto al que asistió el presidente de la República.
Para los nuevos responsables de la administración y la academia, esta era una presencia deseable y bienvenida; lo mismo para las salientes.
La universidad del Estado siempre ha jugado un rol político. Ocurrió en el pasado, cuando tenía en la parte frontal un pedestal con la estatua del dictador, y ocurrió después, cuando fue relegada como espacio para una forma del pensamiento de izquierda, radical y parcelado en sí mismo, y siguió ocurriendo después, cuando acontecimientos nacionales e internacionales prefiguraron un cambio en las maneras de pensar, en la vida y en las cosas.
Una visión y una práctica académica pura será siempre una utopía. Junto con el rol social que sin duda desempeña, la universidad —no en el sentido específico, sino genérico— tiene un profundo papel formativo del pensamiento y, desde luego, de la opinión, de tanto interés para la política en su expresión partidaria.
Todos los bandos orientan intereses hacia la universidad, y tienen en ella a sus activistas, pero hasta ahora esta había sido reacia a ponerse en manos de los gobiernos, en lo que siempre existe el riesgo de verla convertida en instrumento de clientela.
La formación del pensamiento crítico ante la política y el poder en todas sus formas ha estado en mengua en las dos últimas décadas.
Ahora la educación en sentido general, y la superior en el particular, tiene un profundo contenido tecnológico; todos los esfuerzos son orientados a las cosas y esta formación debe confluir un día en una grave encerrona de egoísmo, deshumanización, de falta de empatía.
El adocenamiento político en la UASD es un síntoma sobre el que debemos reflexionar.