Ciertamente en República Dominicana seguimos teniendo un gran déficit de infraestructura y equipamientos esenciales para dar atención en salud digna y de calidad. Y eso es notorio en el sistema público, que atiende -según conocedores de la materia- un 70% de los servicios y que es el único que en toda sociedad puede brindar, a todos y todas, garantías de sus derechos, sin distinción ni exclusiones.
La carencia de camas UCI y camas hospitalarias es severa, inscritas entre las peores cifras de América Latina. Se hace evidente ante la pandemia de COVID-19, pero es la realidad cotidiana de la mayoría de nuestro pueblo en una crisis estructural e histórica de la salud como derecho.
Veamos algunos datos correspondientes a 2017 y 2018, que tienen como fuente el Ministerio de Salud Pública y el Servicio Nacional de Salud.
En ese momento el país contaba con 375 camas en unidades de cuidados intensivos (UCI) en el servicio público, para toda República Dominicana.
De ellas, 271 estaban en la Región Metropolitana y apenas 104 para las otras nueve regiones del resto del país.
Esa cifra arroja una tasa de 0.07 camas UCI por cada 1000 personas en la región metropolitana y 0.036 camas UCI por cada 1000 personas en todo el país.
En los mismos años, las camas hospitalarias no UCI eran 9000 en todo el servicio público de salud.
Eso da una proporción promedio de 0.87 camas hospitalarias por cada 1000 personas en todo el país, y 0.72 camas hospitalarias por cada 1000 personas en la región metropolitana.
De acuerdo con las declaraciones vertidas en la prensa, con esas cifras prácticamente intactas llegamos a 2020 y al inicio de la pandemia. Ciertamente, la región metropolitana, donde habita un 37% de toda la población nacional, tiene un escenario de calamidad, y el resto del país no se diferencia de este cuadro, que tiene que ver con la escasa disponibilidad de hospitales aptos, accesibles, equipados y por supuesto con un personal trabajando en condiciones laborales adecuadas.
Estas falencias y carencias no son al azar ni mala suerte. Más bien son el fruto del desfinanciamiento, la privatización y la mercantilización en la salud, y el modelo de salud pública curativa, asistencialista, paliativa y residual que va aparejado, con un Estado que se retira de sus funciones sociales.
Esto va combinado, además, con la priorización de las edificaciones por sobre la inversión planificada en base a necesidades de la población, posponer eternamente el Primer Nivel de Atención (apenas recibió el 4.5% del gasto en construcción de centros en 2017), y las grandes falencias en las condiciones de vida de las personas y las comunidades que son determinantes para gozar o no de salud.
Los datos nos permiten saber que ya en 2017 el gasto total del país en salud alcanzaba el 6.1% del PIB (221,525 millones de pesos), más de lo pautado en la sesión del Comité Regional de la OMS para las Américas, reunido en Washington, D.C., del 29 de septiembre al 3 de octubre del 2014, que señaló una meta del 6%.
Pero esa cifra optimista se torna gris cuando sabemos que apenas un 1.2% del PIB correspondía al gasto directo de gobierno, mientras que un 2.0% del PIB se ha ido por el camino de los planes de las ARS y el 2.6% del PIB es soportado como gasto directo de los hogares.
Hay que rescatar el derecho a la salud y los servicios que son claves para hacerlo efectivo.
No se trata de sólo contar con buenos/as gerentes o profesionales. La fiebre no está en la sábana. Hay que cambiar el modelo y esto es una cuestión política.
Lejos de continuarlo y de insistir en más privatización y mercantilización, se hace necesario recuperar el Sistema de Salud y ese 6% del PIB de la captura de las ARS, los prestadores privados y los grupos de interés, creando servicios públicos sólidos, financiados, dignos, de calidad, gratuitos, de carácter universal, con participación ciudadana, organizados en políticas integrales y orientados al desarrollo de una sociedad sana, como pilar del derecho a la salud.