Si pudiéramos, viajaríamos al pasado dominando la magia de blindar la foresta y el aire puro. Porque la devastación antrópica no se detiene y terminará destruyendo el planeta. Pocos piensan seriamente en la trampa del progreso que acrecienta un paisaje de concreto y polución.
Una cordillera de encumbrados habitáculos oculta el verdor montañoso del norte; otra, el meridional azul del horizonte celeste. Vemos cómo la impiadosa avalancha del ruido sigue su marcha implacable atrofiando tímpanos infantes.
¿Qué sería del mundo si el agua se agotara para siempre? ¿Qué elemento doblaría al oxígeno si terminara plenamente enrarecido? Medios imprescindibles ambos para vivir; para nosotros, para la flora, para la fauna.
Sin lluvia morirían los bosques y los ríos. Un colapso de consecuencias catastróficas quebraría la cadena alimenticia.
La turbulencia climática arrasaría con todo, uniría tierra y mares y el sol no daría más su luz igual.
Habría que aguardar otro ciclo geológico para respirar un aire renovado. Quién sabe cuánto durará la espera. Se contaría quizás por eones tras desaparecer la civilización actual.
Pero la vida solo reverdecería si hallare condiciones. Pudiera entonces haber la inteligente otra vez. Mas, de no evolucionar otro homo sapiens cabalmente racional, el ambiente jamás estará protegido.
El sol podría halar nuestro planeta a su masa ígnea. Consumiría las rocas de placas inmensas, y crecería el alcance esférico de su esencia etérea, efímeramente. Nada hacemos contra el cataclismo.
Tal vez nada podemos hacer. Pero morir de sed, de hambruna, o inhalando un aire impuro, es cuestión sólo del hombre.
¿En qué arca escaparán de nuevo las especies para burlar el exterminio? No lo imaginamos. ¿En qué monte del sistema nuestro, o más allá, acampará después la nave indemne? No lo percibimos. ¿Quién será el esclarecido que hábilmente ha de guiarla como Noé hasta algún puerto seguro? No lo avizoramos.
Por eso tal vez sea mejor aterrizar y enfocarse en los eventos de la cotidianidad; o en las oropéndolas canoras que cantaban en el bosque orteguiano, mientras aquí nos aturden estruendos diurnos, nocturnos y en la aurora. O en la otrora calle apacible, turbulento atajo ahora que crispa; sus espacios tomados por estaciones improvisadas de taxis, chicharreando sus radios antes de clarecer.
Remediar todo eso, sin embargo, no despeja el peligro inminente del cambio climático. Tampoco compensa el daño irreversible al ozono protector por los gases que dislocan el efecto invernadero. Ni la desgracia del niño y la niña, así mal llamados, con sus terribles inundaciones doquier.
El trino metálico surca en bandada la tarde y esparce un graznido coral. Es la hora del perico citadino, cuando los clientes vespertinos del restaurante aledaño comienzan a llegar. Concluyen una jornada meritoria y acreedora de la sana distracción en su peña fraterna.
Hablarán de todo un poco. Bogarán por el fértil oleaje de las ideas disímiles y evocarán la adolescencia ida para doblegar la rigidez adulta.
Intercambiarán consejos sinceros y consolidarán el desinterés fecundo de una amistad honrosa.
Deberían referirse también al calentamiento global. ¿Y por qué no? Es cuestión de todos. Denunciar la paradoja inaudita del homo sapiens depredador.
La devastación del planeta marca una urgencia que debe enfrentarse imperiosamente. En América y Europa, África, Asia y Oceanía. Hay que abordarla en sedes gubernamentales, ministerios y congresos. Debatirla en escuelas, hogares y alcaldías; en simposios y también en las peñas.
La inconsciencia es mundial. La falta de voluntad política también. Pero la desolación es acelerada.
Convendría fomentar innovaciones, endurecer regulaciones.
Deberíamos prolongar por más tiempo la vida; dispensarle una prórroga siquiera a la Tierra. ¡Ay, si pudiéramos revertir la devastación antrópica que destruye al planeta! Viajaríamos al pasado dominando la magia de blindar la foresta y el aire puro.