El pasado fin de semana los latinoamericanos despertamos con la noticia de que el presidente de El Salvador había irrumpido en el Congreso acompañado de militares, exigiendo la aprobación de un préstamo.
Se trata de un presidente representante de lo que algunos llaman la “nueva política”, que llegó a la presidencia de su país a contrapelo de los partidos tradicionales y montado en una ola de furor anticorrupción.
Quizás porque es uno de los figurines de ese fantasma que recorre Latinoamérica, sus defensores salieron como tromba a tratar de racionalizar lo ocurrido. Para ellos, los verdaderos responsables de la ocupación militar del Congreso son los propios legisladores, por no someterse a la voluntad del presidente.
Es decir, el violador de la institucionalidad democrática en realidad es una víctima de un poder del Estado que insiste en ser independiente, como manda la separación de poderes.
Para su mala suerte, el mandatario ofreció una entrevista al periódico español El País en la que desnuda su pensar, y lo que da es grima.
En realidad, lo sucedido es el fruto de un proceso político en el cual se ha convencido a mucha gente de que la supuesta lucha anticorrupción es más importante que el respeto por las instituciones democráticas.
Ya pasó en Brasil, donde el tiempo ha demostrado que el juez Moro cometió prevaricación que trastocó la voluntad democrática del pueblo brasileño, y que, finalmente, le valió un ministerio como premio a su labor.
Nuestras sociedades tienen muchos retos, pero ninguno -ni siquiera la lucha contra la corrupción- justifica que se pretenda echar por la borda una democracia que les ha costado tan caro.
No vale la pena pretender lo contrario ni prestarle atención a los que creen que todo vale. Los mesianismos y los movimientos políticos moralistas, sean de izquierda o derecha, comparten un mismo destino: el autoritarismo, que no elimina la injusticia sino que sólo sustituye a sus administradores.
Ya arden las barbas del vecino, es hora de poner las nuestras en remojo.