La medalla de oro de «Chapea»
En las incontables ocasiones que escuchamos versiones de la valentía y tesón puestos para que a partir de 1974 Santo Domingo contara con el tesoro para el deporte que es el Centro Olímpico Juan Pablo Duarte,
nunca faltó la mención del señor «Chapea» entre los que estuvieron en primera línea junto al inmortal Wiche García Saleta.
Se lo tiene como el hombre que, con machete u otros instrumentos, encalleció sus manos para limpiar el agreste campo donde se erigió lo que en principio llamaron como «El Metro». Más aún. Se lo recuerda como el hombre que sembró la mayoría de los árboles que dieron frescor y sombra al parque que de manera socorrida denominan como «el pulmón de la ciudad».
«Esa fue su medalla de oro, su legado a la historia del deporte. ¡Y no cualquier medalla! Hace acaso dos o tres años, mientras en cuclillas lustraba zapatos, a Francisco Geraldino (así era su nombre) le escuchamos decir, con sonrisa de anhelo no cumplido, que en los albores de la construcción, Wiche expresó su intención de dedicar en su honor uno de los estadios de softbol del Centro Olímpico.
Si bien no se ha dado nombre a los dos «plays», tampoco a «Chapea» se le hicieron los honores que les correspondió, más allá del reconocimiento en «voz populi», que quizás es el mejor, pero no suficiente. Por
ejemplo, una pensión estatal pudo muy bien aliviar muchos de los últimos años de su vida, signada por su apego al trabajo, ya anciano, asido a una caja de lustrar zapatos.
Pero no. Su vida se apagó, muy mal compensada por una sociedad injusta -que suele alabar a los que sí
tienen- a la que legó su trabajo solidario. «Chapea» se fue, solo rodeado de la solidaridad de otros tan humildes como él. Quizás su última satisfacción, proveniente del deporte, fue la gestión que Luisín Mejía hizo al final del año para que le hicieran una cirugía en el hospital Calventi, de donde lo habían echado por no disponer de
recursos.
Cosas de este país: el que poco tiene… Ahora habrá que hacerle algo, como un pequeño bustillo, cercano al de Wiche, para que a nadie se le ocurra olvidar su legado, como se le ignoró en vida.
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