En un filósofo auténtico, la convicción de principios y el honor son una cuestión indisoluble, fundamentos inseparables. ¿Acaso no era consciente Giordano Bruno, cuando producto de sus inquietudes filosóficas juveniles, de su espíritu rebelde, que conjugaba con su fe religiosa, leyó a Erasmo de Rotterdam y a Copérnico, ambos censurados por la Inquisición del siglo XVI, para forjar un pensamiento en torno al ser humano y al universo, para él heliocéntrico, que lo condujo luego a sufrir persecución, exilio, cárcel, tortura y muerte?
Al cabo de años de exilio y nomadismo, en los que su obra cosechó fama por Europa, vuelve a Roma, donde es apresado en 1592, y entregado a la Inquisición en 1593. Defendió ante el tribunal el carácter filosófico de sus obras y proclamó la necesidad de libertad para el pensamiento, aunque tuviese como dique la autoridad divina.
Cuando se leyó su sentencia, en febrero de 1600, se limitó a argumentar que veía más miedo en quienes la dictaban que aquel por él mismo sentido. No se retractó de sus convicciones e ideas. No temió a la hoguera y sus cenizas fueron arrojadas al Tíber.
Actitudes como las de Bruno y otros filósofos que, conscientes del riesgo que para su tiempo, espacio y cultura podían implicar sus ideas, no las autocensuraron, son las que colocan el accionar filosófico en el exergo de su presente y en las sendas del porvenir.
Bajo el hermoso y evocativo título de “El honor de los filósofos” (Acantilado, Barcelona, 2020), Víctor Gómez Pin exalta la historia de múltiples formas de suplicios sufridos por pensadores que se mantuvieron firmes, es decir, conscientes, con los ojos abiertos y en defensa de sus principios, aun en los momentos finales de sus vidas, convencidos de que era mejor morir que vivir sin pensar.
Así, resalta el compromiso y el sacrificio por las ideas y por la libertad del pensamiento humanístico, científico, artístico o incluso religioso, en hombres y mujeres como Sócrates, Calístenes de Olinto, sobrino de Aristóteles, Hipatia, hija de Teón de Alejandría, Plinio el Viejo, Marco Tulio Cicerón, Miguel Servet, Descartes, Spinoza, Leibniz, Simone Weil, Olympe de Gouges, Condorcet, Tomas Moro, Boecio el decapitado, Shostakóvich el fusilado, George Politzer también, hasta la muerte oscura en un túnel de una calle de París del poeta Gérard de Nerval, entre otros héroes y heroínas de la dignidad humana.
De igual forma, los sacerdotes jesuitas y de otras congregaciones católicas, así como pastores o líderes de otras denominaciones de la fe, que ofrendaron sus vidas a favor de los derechos, la libertad, la igualdad y la justicia aquí, sobre la tierra, lo hicieron conscientes de la trascendencia de su creencia y del riesgo personal que su postura conllevaba.
Lo que hizo al bonzo Thich Quang Duc, de 73 años, inmolarse pegándose fuego sin inmutarse, el 11 de junio de 1963, en una calle de Saigón, fue la convicción de la trascendencia de su sacrificio, como protesta por la persecución de los budistas protagonizada por el régimen de Vietnam del Sur que dirigía Ngo Dinh Diem, en la guerra de Vietnam.
El totalitarismo, en cualquiera de sus formas y vertientes, así como el dominio de lo absurdo han tratado siempre de oprimir el pensamiento filosófico, por cuanto ven en este el germen del disenso y, consecuentemente, la quiebra del conformismo, del cautiverio de las ideas y del orden económico, social, jurídico y político establecido.
La filosofía no adoctrina para salvar a la humanidad. Por el contrario, salva a la humanidad del peligro y el horror del imperio de las doctrinas. (Ver Global, Vol. 18, No.98, Enero-Febrero 2022).