La cultura política latinoamericana parece haberse infiltrado cada vez más en el liderazgo político de los Estados Unidos.
Este fenómeno, lejos de estar exclusivamente vinculado a la creciente participación política de los hispanos en el país, apunta a comportamientos que, hasta hace poco, se consideraban ajenos a las tradiciones democráticas de la gran potencia del norte.
Desde las elecciones del 3 de noviembre de 2020, este cambio se evidenció con claridad. El entonces presidente Donald Trump rompió con una tradición profundamente arraigada en Estados Unidos: la aceptación inmediata de la derrota y la felicitación al ganador por parte del candidato perdedor.
En lugar de ello, Trump optó por cuestionar los resultados que favorecieron al demócrata Joe Biden, alegando un fraude electoral masivo que nunca ha podido probar.
Esta actitud, que marcó un antes y un después en la política estadounidense, reapareció en los procesos electorales más recientes, cuando el expresidente y sus seguidores no dieron garantía de acatar el resultado del proceso de no haber sido favorecidos.
El rechazo de Trump a los resultados del 2020 no se limitó a una mera declaración de inconformidad. Desde su posición como líder indiscutible del Partido Republicano movilizó a sus seguidores para desacreditar el proceso electoral mediante teorías conspirativas que, aunque carecían de fundamentos sólidos, tuvieron un impacto significativo en la confianza pública.
Incluso, el entonces presidente llegó a presionar a funcionarios estatales, como el gobernador de Georgia, exigiendo que se le “encontraran” los votos necesarios para revertir el resultado en ese estado clave.
La ofensiva no se detuvo ahí. Más de 30 cortes estatales y federales fueron inundadas con recursos legales destinados a anular los resultados. Sin embargo, todos los jueces involucrados, incluidos algunos designados por el propio Trump, rechazaron los alegatos por falta de pruebas consistentes.
El clímax de este desafío a la democracia llegó el 6 de enero de 2021, cuando una turba irrumpió en el Capitolio, el máximo símbolo democrático de Estados Unidos.
Este ataque, alentado por el propio Trump, dejó cinco muertos y puso en peligro la vida de legisladores, incluido el entonces vicepresidente Mike Pence, quien presidía una sesión del Senado para certificar los resultados electorales. La escena fue una reminiscencia de episodios de desestabilización más comunes en democracias frágiles que en una nación considerada un modelo a seguir.
Curiosamente, el actual presidente Joe Biden, quien asumió el cargo tras la controvertida salida de Trump, también ha tomado decisiones que recuerdan las estrategias de gobernantes en América Latina para complicar el camino a sus sucesores.
Una de estas medidas fue autorizar a Ucrania al uso de misiles de largo alcance contra territorio ruso, una acción previamente vetada por su administración durante el curso de la guerra.
Esta decisión, tomada en el final de su mandato, no sólo escaló el conflicto, sino que reavivó las tensiones con Rusia, que ha amenazado con usar armas nucleares si se siente acorralada.
Otra medida polémica fue el reconocimiento de Edmundo González Urrutia como presidente electo de Venezuela, a pesar de que esta decisión no fue tomada en el momento oportuno, tras las elecciones que dieron como ganador al líder opositor.
Lo que una vez se consideró el baluarte de la democracia mundial comienza a mostrar signos de comportamientos que históricamente han sido asociados con democracias en crisis.
Desde la desobediencia a los resultados electorales hasta decisiones gubernamentales que complican el panorama político, Estados Unidos parece estar adoptando prácticas que alguna vez censuró en otros países.
La pregunta que surge es: ¿quién influye a quién? ¿Es la cultura política latinoamericana la que se ha infiltrado en Estados Unidos, o es que el sistema estadounidense comienza a revelar las grietas de un modelo idealizado?