Hasta hoy la administración pública se ha nutrido de la política, y hay motivos para suponer que será así mientras el pueblo dominicano transite el estado de desarrollo social y económico del presente, no muy diferente de los pueblos con los que forma la extensa región latinoamericana.
En este punto nuestra vida pública no se encuentra demasiado lejos del clientelismo que animaba a la montonera del siglo XIX, conocida entre nosotros como la época de Concho Primo. Difieren, esto sí, en las maneras.
Cuando la Administración sea servida por profesionales, como en alguna medida ocurre en la Justicia y el Ministerio Público, áreas conexas y de notable importancia visto el papel que se le atribuye a la primera, de tercero imparcial, tal vez llegaremos a contar con una vida pública alejada de escándalos periódicos por sospecha de manejos inescrupulosos o, definitivamente, deshonestos.
Esto, sin embargo, tiene que pasar, primero ante las lupas del Ministerio Público, que trabaja con indicios y, luego, ante el ojo penetrante de la justicia, que examina pruebas. Los hechos llevan a sospechar uno o varios hechos delictuosos; las pruebas permiten confirmarlos.
Ante las acciones del domingo, emanadas del Ministerio Público, se han levantado voces de incrédulos y voces de advertencia. Las primeras se justifican en cientos de investigaciones y una sola condena; las segundas, en la condena anticipada de la opinión pública.
Toda persona tiene derecho a demostrar su inocencia. La sociedad, por la vía del Ministerio Público, tiene el deber de probar lo contrario y esto se toma su tiempo, algo que debe ser entendido por la opinión pública para que el exceso de expectativas no concluya en condenas anticipadas.