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La civilidad, fundamento vital para nuestra sana convivencia

Por: Giovanni D’Alessandro

Hace poco me tocó vivir una situación que me impactó profundamente. Durante un traslado en ambulancia desde Las Terrenas hacia Santo Domingo, pude constatar en carne propia la falta de civilidad que impera en nuestras vías públicas. A pesar de las sirenas y las luces de emergencia, muchos conductores no se apartaban para facilitar el paso, evidenciando una preocupante indiferencia. Fue un triste reflejo de lo que somos: una sociedad cuyos individuos han dejado de percibirse como parte de un mismo cuerpo.

La civilidad es una condición indispensable para la vida en sociedad; constituye la base ética y moral que nos permite convivir en armonía sin destruirnos. Más que civismo, que es el cumplimiento formal de deberes ciudadanos, la civilidad alude a la actitud ética y humana que sostiene toda convivencia. Y lamentablemente, ambos valores, civilidad y civismo, parecen cada vez más ausentes en nuestra vida cotidiana. En la República Dominicana ese valor se ha ido desvaneciendo, desplazado por la prisa, la indiferencia y un individualismo que ha borrado el sentido de comunidad.


No se trata solo de mala educación, sino de una falla profunda en nuestra formación ciudadana. En muchos hogares ya no se enseñan el respeto, la empatía ni la cortesía; y el sistema educativo ha dejado de inculcar esos valores. A esto se suma el papel de las redes sociales, que amplifican modelos de conducta vacíos y dañinos.

Influencers con miles o incluso millones de seguidores promueven la superficialidad, la vulgaridad, la irreverencia y el consumismo, desaprovechando su enorme poder de influencia para inspirar el civismo que el país necesita. Esta ausencia de orientación moral y de responsabilidad social acelera el deterioro de nuestro comportamiento colectivo.


A esta degradación se añade el mal ejemplo de una parte significativa de nuestras élites públicas y sociales, que en vez de servir, han transformado el poder en una herramienta para servirse a sí mismos y perpetuar privilegios. En lugar de inspirar integridad, muchos se han vuelto un pésimo testimonio de cómo el interés personal termina desplazando el bien común. ¿Cómo promover civilidad si quienes deberían encarnarla son los primeros en negarla con sus actos?


La falta de civilidad no es un asunto que pueda seguir ignorándose. Es la raíz de muchos de nuestros males: del tránsito caótico, del irrespeto a la ley, de la corrupción, de la violencia verbal y física, de la desconfianza que corroe toda relación social. Una nación sin civilidad termina reducida a un conjunto de individuos aislados, incapaces de empatizar entre sí como parte de un mismo proyecto colectivo.


Sembrar la civilidad, más que recuperarla porque hace tiempo la hemos perdido, requiere más que leyes o campañas; exige liderazgo moral, coherencia institucional y educación en valores desde temprana edad.


La civilidad se expresa en gestos simples pero trascendentes: respetar, empatizar, cumplir, dialogar y actuar con responsabilidad hacia los demás. Empieza por algo tan básico como ceder el paso a una ambulancia, respetar una fila, escuchar sin ofender o cumplir una promesa. Acciones significativas que, multiplicadas, transforman y posibilitan la sana convivencia.

Verlo de cerca me hizo pensar que no se trata solo de normas, sino de la forma en que decidimos mirarnos y tratarnos cada día.


La civilidad no es debilidad: es fortaleza moral compartida. Un signo de madurez social.
Sin ella, seguiremos viviendo en un país donde cada quien busca lo suyo, sin entender el grave error de creer que podemos salvarnos solos.

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