La inseguridad ciudadana en la República Dominicana ha tenido en los últimos meses un rebrote tan significativo que ha encendido las alarmas en amplios sectores de la sociedad, que van desde políticos hasta eclesiásticos.
El fenómeno ha traspasado los cuadrantes de los barrios pobres del Gran Santo Domingo y de otras ciudades del país, irrumpiendo en los de las clases media y alta, habitados por segmentos poblacionales en capacidad de poner en movimiento la opinión pública.
La visibilidad del problema ha colocado a la defensiva a las autoridades gubernamentales, dejándolas con poca posibilidad de reacción frente a una realidad de difícil manejo debido a la complejidad que entraña. La situación se les complica más, porque la población exige la solución de lo que fue una de las principales promesas de campaña del presidente Luis Abinader.
Dentro de la amalgama de opiniones, una de las más interesante ha sido la del expresidente Hipólito Mejía: “Veo con mucha preocupación los niveles de delincuencia que afectan al país; es tiempo de actuar, pero no con teorías, sino con realidades”.
Cabría pensar que no escapa al conocimiento del exmandatario que a lo largo del primer año de la actual administración se han armado narrativas en torno a generar percepciones positivas frente a la inseguridad ciudadana, las cuales, en un contexto general, le han dado resultados adecuados.
La desventaja con el storytelling es que se trata de una técnica comunicativa que también tiene límite, que se agota. Y cuando eso sucede, la sociedad demanda ir a la realidad concreta para que se procuren las soluciones que mejor convengan al interés nacional.
Asumiendo su gobierno como una marca, el presidente Abinader ha tratado de establecer una narrativa a nivel institucional a fin de crear vínculos fuertes con una población que apenas comienza a salir del severo embate del coronavirus Covid-19. En ese sentido, el mandatario se vende con sencillez, habla con la prensa más de lo recomendable y se erige el abanderado de la lucha anticorrupción, entre otras movidas para construcción de una percepción positiva.
Hace mucho tiempo que las empresas vienen sacando provecho al storytellig, desarrollando narraciones para sumar clientes. Naturalmente, esto representa elevadas inversiones para las grandes corporaciones, lo cual sopesan frente a la necesidad de mantener esos vínculos emocionales indispensables en el objetivo de conservar la fidelidad de sus audiencias.
En el caso de la política no ocurre exactamente lo mismo, dada la complejidad de esta actividad: actores complejos, la dificultad de gobernar con economías deficitarias y la existencia de redes sociales que explotan situaciones que en cualquier momento puede erosionar las percepciones positivas logradas por cualquier administración gubernamental.
El curso que ha tomado la inseguridad ciudadana, evidencia que no bastarían las narraciones de storytelling, sino que tendrá que dar paso al storydoing, que no consiste en contar cosas, sino en hacerlas frente a un fenómeno que provoca preocupaciones sociales.
Tampoco cuenta con mucho margen de recursos económicos para afrontar con éxito una demanda de esa naturaleza, que hunde sus raíces en la pobreza y la desigualdad social.
Otra cuestión radica en que tendrá que mejorar las políticas de comunicación, entendidas éstas como el conjunto de lineamientos que han de servir de referencia a las decisiones y actuaciones relativas a los procesos comunicativos. Esto significa crear criterios y marcos de actuación a ser aplicados y convertidas en pautas de comportamiento obligatorio e innegociable.