Desde una perspectiva ética, la tarea de elegir identidades, incluyendo las identidades digitales, remite a la cuestión de definir la postura del sujeto posmoderno, en tanto que yo moral, frente a la complejidad de la ética, en su calidad de código, de conjunto de normas que prefigura, para los tiempos actuales, problemas que trascienden, aunque la desafían constantemente, la responsabilidad individual, a saber, calentamiento global y cambio climático, derechos humanos, justicia social, conflictos migratorios, multiculturalismo, mundialización de la economía y la cultura, cooperación internacional, entre otros.
Estos desafíos éticos van más allá de los problemas morales del sujeto actual, en tanto que individuo, concernientes, por ejemplo, a la vida familiar y de vecindad, las relaciones de pareja, las identidades sexuales, laborales, ideológicas, religiosas y profesionales.
Ambos bloques de problemas inciden sobre el proceso de elección de identidades, porque no es verdad que con las identidades se nace, como tampoco es cierta la creencia de que la identidad responde a una entidad heredada, dotada de raíces históricas inamovibles, cuando el modo de producción y las políticas de vida modernas lo que hacen es provocar que la identidad no se fije, que sea volátil, efímera, esquiva.
Uno de los mayores problemas éticos del sujeto actual, y de ahí su grave ambigüedad y paradoja existenciales, estriba en que, si bien tiene la responsabilidad frente a sí mismo de construirse una individualidad y elegir una o más identidades, porque no nace con ellas, la fragilidad del sistema axiológico imperante, la acelerada mutabilidad en su estilo de vida y la volatilidad de su propia identidad, tan cambiante como la naturaleza caducable de los bienes y servicios, y la tiranía que la comunicación digital ejerce sobre él, lo colocan ante una riesgosa neutralidad valorativa o “adiaforización”, que paraliza su compromiso y toma de conciencia. Una neutralidad que, en ocasiones, se reviste de inhumano déficit de conciencia.
Dicho con palabras de Nietzsche, una neutralidad que dé lugar a la mala conciencia, como dolencia profunda a la que debía sucumbir el sujeto moderno, producto de la presión que sobre él ejerció la modificación que tuvo lugar cuando, alejadas del espíritu la jovialidad pensante, la fuerza activa de sus instintos y la voluntad de poder, el hombre se encontró encerrado, definitivamente, en el sortilegio de la sociedad y de la vida sosegada.
La acción individualizadora atribuida a la sociedad moderna es producto de su propia transformación y de la degradación de estamentos que en la premodernidad se daban por seguros, como la dependencia comunal, la voluntad de emancipación, la concepción lineal del tiempo y la certidumbre.
El proceso de individualización de la modernidad fue marcado por horizontes móviles, un tiempo fragmentado y una suerte de lógica errática propia de giros y vuelcos, y no precisamente con un “telos” o destino determinístico, preestablecido.
La individualización consiste en transformar la identidad humana, desde algo dado, en una tarea, y consecuentemente, en responsabilizar a los actores mismos como individuos de la realización y consecuencias de esa tarea.
Desde que nace, el sujeto posmoderno viene a un mundo inestable, que arroja como resultado identidades, códigos éticos colectivos y actitudes morales individuales también inestables.
En los mundos moderno y posmoderno, las identidades son estables o sólidas, solo en apariencia. Pero, al contemplarlas, a partir de la experiencia de vida, esa aparente estabilidad se torna móvil y la solidez se vuelve frágil, fluida, vulnerable, acuosa.
La distinción entre lo correcto y lo incorrecto, lo pecaminoso y lo sagrado respondió a los tiempos modernos. La posmodernidad desafió ese paradigma abanderando y responsabilizando al individuo de la incredulidad, la ambigüedad y la relativización de las normas, costumbres y dogmas precedentes.