Ilusión traicionada

Ilusión traicionada

Ilusión traicionada

Era de noche. El hombre llegó a la casa. Ilusionado. Alucinaba con lo que su amada esposa tendría servido para él en la mesa.

El trayecto era el mismo, siempre. Una dictadura de la rutina, asumida por él de manera natural, sin remilgos. Salvo los fines de semana. De la casa al trabajo; y del trabajo regresaba a la casa.

Tiene un remedio eficaz para cuando el tráfico se hace pesado; y lo encuentra en la emisora que fijó en la memoria del radio, con música clásica. Sonatas, sinfonías, conciertos. Escucha joyas como «Concierto para piano n.º 21», de Wolfgang Amadeus Mozart, «Obertura 1812», de Piotr Ilich Tchaikovsky, «Sinfonía n.º 5», de  Ludwig van Beethoven, «La consagración de la primavera», de Igor Stravinsky. Y las demás piezas las escuchaba y se volvían humo en su cabeza.

En un punto del trayecto un nudo de emisoras entró en el radio. Cuando se estabilizó la frecuencia escuchó la voz de un locutor; y presentó «Cuando te beso», de Juan Luis Guerra. Cuando te beso/ todo un océano me corre por las venas. // Y sobre mi lengua se desviste un ruiseñor / Y entre sus alitas nos amamos sin pudor.

 Y la cascada de versos de la canción quedó grabada en su memoria. Incluso la tarareó durante el trayecto final.

En la mañana, luego de un desayuno ligero con una taza de chocolate, el hombre iba al baño, se enjuagaba la boca, se miraba el espejo, alisaba el pelo, salía del baño y tomaba el maletín negro de trabajo y el juego de llaves de la casa y el automóvil, enganchadas en el colgadero de caoba que está justo al lado de la puerta de salida; y, antes de marcharse, le decía a la mujer:

            —Nos vemos a la hora de la cena, Claudia.

Un beso, a su regreso, sencillo y breve. Igual a ese beso de la mañana, cuando se marcha, a la hora de siempre.

Nunca llega tarde a la oficina.

Tarde llegó hoy a la casa. Tuvo una junta de trabajo que se extendió de manera absurda.

            —Sería bueno que te laves las manos, José Miguel —dijo la esposa.

Y él obedece la orden sutil de la mujer. Y va, primero al baño, y se lava la cara y las manos. Y luego, muerto de hambre, se sienta junto a ella a la mesa, quita el cobertor del plato  y mira ilusionado, con una sonrisa estampada en el rostro.

Mira. Mira y mira el contenido del plato, sin tocar los cubiertos. Sonríe. El olor propio de lo que mira invade sus sentidos. La sonrisa se le cae de la cara. Y sin decir una palabra, vuelve a cubrir de manera apacible, con sosiego, el plato de la cena.

La esposa, a su lado, en silencio, con una palabra dura clavada en su mente y sin mover un músculo de la cara, mira cuando el hombre, con parsimonia, tranquilo, iluminado, aparta el plato, se levanta de la silla y abandona la mesa.

 

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Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.

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