La demanda de reconocimiento individual o colectivo es uno de los pilares de los movimientos sociales que van marcando características distintivas del siglo XXI en curso.
El rebrote de discriminación racial tipificado por la brutalidad policial blanca en Estados Unidos contra individuos pertenecientes a minorías étnicas como los afroamericanos o hispanos encuentra respuesta de demanda de dignidad en un movimiento como Black Lives Matter, cuyo punto de ebullición reciente se alcanzó con el asesinato de George Floyd. O bien, la denuncia de abuso sexual y acoso contra la mujer en la industria cinematográfica de Hollywood, cuyo reclamo de respeto se encarnó en el movimiento MeToo.
De igual manera operan los movimientos a favor de la conservación de la tierra, de la diversidad sexual, de los derechos humanos de los migrantes, de la producción de energía limpia o del respeto a la vida de los animales y de los océanos.
En cada caso, el denominador común es el mismo que motoriza la actividad política y social a escala global: la lucha integral por el reconocimiento, la dignidad y la identidad. Dos peligros para las democracias derivan también de este reclamo, a saber, el nacionalismo populista y el fundamentalismo religioso, que tienen como base común una ideología del resentimiento.
El elemento cohesionador por excelencia de estas diferentes manifestaciones es la lucha por la identidad, asumiéndose que esta ya no solo se define por aspectos conceptualmente más o menos rígidos o firmes como la raza u origen étnico, el territorio, la lengua o la religión, sino por el hecho de que la individualización, la modernización, el consumismo galopante y la globalización impulsan a los individuos a elegir o construirse una identidad no duradera o esquiva, en términos individuales, y un sentido de pertenencia, en términos colectivos, que posterga o suplanta la individualidad en razón de un vínculo emocional con un grupo, cuya duración se instala, en el mejor de los casos, en el criterio de caducidad programada, sino efímera.
Ahora bien, es en la búsqueda de reconocimiento como forma de concreción de la dignidad donde políticamente opera la cuestión identitaria. De ahí que Francis Fukuyama (2019) sustente, primero, que en la política de identidad se encuentra el eslabón que une los movimientos y las manifestaciones sociales a gran escala, y segundo, que es en el anhelo natural de reconocimiento donde radica el sentido moderno de identidad que, evolucionando velozmente hacia políticas de identidad, hace posible que los individuos y colectivos exijan públicamente el reconocimiento de su valía humana.
Esto es, en definitiva, la dignidad. Y por ello, su particular concepto de la identidad orientado a la cuestión política presente, en la que esta se define como el resultado de la distinción entre el verdadero yo interno y un mundo exterior constituido por reglas y normas sociales que suelen no reconocer de manera adecuada el valor o la dignidad propios de ese yo.
Aquí estriba el conflicto entre individuo y sociedad, basado en la disyuntiva de si es el ser interior el que tiene que ajustarse a las reglas sociales o si bien, es la sociedad la que debe cambiar sus reglas.Las luchas individuales y colectivas por el reconocimiento, el respeto y la dignidad como expresiones de determinadas políticas de identidad son, para Fukuyama, con reminiscencia del sentido de la historia en Hegel, que vio en el reconocimiento su principal propulsor, piezas fundamentales en la tarea presente de lograr una teoría del alma humana mejor.
Esta nueva teoría del alma tiene en las emociones un vector que se mueve pendularmente desde el deseo y la razón hacia el orgullo y la ira, y viceversa.