Escribo antes del discurso del expresidente Fernández. Una de las muchas veces en su dilatada carrera política en que Balaguer perdió unas elecciones por escaso margen, pese a su certeza de que se había producido casi un empate, al darse cuenta de que los gremios, el empresariado, la Iglesia, los diplomáticos y organismos internacionales, y la opinión pública en general, no favorecían sus alegatos de fraude, a regañadientes aceptó la realidad, y en aras de la tranquilidad del país dijo que “aceptaba esa iniquidad”.

En un trance similar, refutando ácidamente el dictamen de las urnas por una alegada trampa que no prueba, Leonel ha llegado a una encrucijada. Un camino lleva al difícil trago amargo de plegarse ante la inevitabilidad de que Gonzalo Castillo, “alter ego” de Danilo Medina, ganó las primarias.

Otra vía conduce al holocausto, ceder a las peores pasiones de sus menos juiciosos aliados para aventurarse por un escabroso despeñadero en cuyo fondo aguarda el fracaso. Es hora de saber si ama la patria o prefiere inmolarse insensatamente.