Vista como secuela de un proceso de fragmentación social y desarticulación progresiva de todo lo que era sólido en la economía, la sociedad y la cultura, y de la decadencia del Estado-nación o de bienestar común, la globalización podría significar que ese Estado, ahora en un escenario moderno líquido, ya no tiene peso ni ganas de mantener su vínculo sólido e indisoluble con la nación.
El advenimiento de la globalización implica soltar las amarras del proteccionismo económico de cada país, también de la preservación de sus costumbres y valores culturales, para entrar en un proceso de intercambio, a veces inescrupuloso, en el que la noción de patriotismo empeña su sentido ante la seducción de la desregulación del mercado neoliberal.
De ahí que los otrora fuertes Estados nacionales se nos presenten con débiles poderes políticos en los que ya no se podría confiar, mucho menos, cuando se trata de “buscadores” de identidad.
Las necesidades que el Estado providencial solía solventar a los ciudadanos en calidad de derechos sociales ahora, en la modernidad líquida, devienen derechos, conquistas o tareas que el individuo debe proveerse como parte del cuidado de sí mismo.
El proceso de licuefacción que acompaña la globalización ha hecho que lo que eran estamentos sólidos referenciales de una identidad perceptible como valor social duradero y como argumento racional o emocional colectivo se hayan desvanecido. Aquella identidad se ha transformado en una multiplicidad de identidades inciertas, esquivas, que al igual que un producto en el mercado, los consumidores deberán buscar y proveerse por sí mismos.
La búsqueda de identidad en el mundo globalizado, donde muchas cosas no se encuentran en el lugar que creíamos natural para ellas, donde los referentes sólidos se han diluido, genera en el individuo una alta sensación de ansiedad.
De este hecho deriva la dificultad de poseer una identidad fija o estar fijamente identificado en un contexto socioeconómico de múltiples posibilidades, donde todo es desechable, efímero, con fecha de caducidad y con vínculos humanos cada vez más frágiles y fugaces.
Cuando hablamos de referentes sólidos que no tienen peso significativo en el establecimiento de relaciones duraderas o de identidades relativamente duraderas, lo que se arguye es que en el mundo moderno líquido la familia, el trabajo, la vecindad, la nación, la lealtad, el sentido de pertenencia, entre otros, han perdido su poder de atracción o de generación de confianza, lo que se traduce en sentimiento de soledad o de abandono por parte del individuo actual.
Y su única respuesta a esta presión ansiosa es la de confeccionarse o elegir identidades de quita y pon; es decir, identidades tomadas como piezas de un guardarropas, con vida útil muy breve y sin el peso del compromiso duradero o la lealtad innegociable a algún propósito.
De ahí, por ejemplo, el apogeo del fitness, que acaba por reducir la otrora compleja relación cuerpo-alma al ideal de belleza anoréxico o andrógino, y a la pose “mi identidad es mi cuerpo”.
También, la moda de la conversión a tendencias religiosas o espiritualistas exóticas, desde el hinduismo, taoísmo, al budismo zen u otros, que se toman y dejan con la misma facilidad con que se cambia de vestimenta o se escribe y borra un tuit gastronómico.
Lo mismo ocurre con las preferencias de partidos políticos, vacíos de ideologías y principios, y convertidos en maquinarias clientelares y mercuriales.
O bien, la elección de un equipo deportivo, que ya no responde a tradiciones familiares, escolares o barriales, sino, al poder de persuasión de la publicidad o al estrellato de determinados atletas. Mi identidad es hoy mi precaria y volátil elección.