Desde las alturas del poder se ha sostenido una y otra vez que hace lustros la economía de la República Dominicana ha sido una de las de mayor crecimiento a nivel internacional y que su crecimiento se encuentra por arriba de la tasa promedio de crecimiento económico del continente.
Sin desconocer la importancia del crecimiento económico, podemos preguntarnos de qué ha valido el mismo si no ha implicado un significativo aumento en el bienestar de la mayoría de nuestra población, y si no ha supuesto un marcado incremento del empleo formal y de los salarios de calidad.
Esto hace resaltar que ha habido una mala gestión en la distribución del aludido crecimiento.
Si son ciertos los números y por cientos que presentan las autoridades oficiales para avalar nuestro crecimiento, entonces tenemos que reiterar lo que recoge el decir popular en cuanto a que somos un país con muchos recursos pero muy mal administrado.
Gestionar con calidad supone administrar con nulo o bajo nivel de pérdidas, de desperdicios o de ineficiencias. Y resulta que este país puede llamarse el país de las pérdidas.
Nuestros medios de prensa han dado cuenta en los últimos días de la gran pérdida o desaprovechamiento del agua al no poder ser retenidas grandes porciones de este líquido por la falta de presas. Se señala una pérdida de agua en un 70 %.
Igual ha sido reiterada la información ya conocida sobre las pérdidas técnicas de energía eléctrica a través de las líneas o redes de distribución. Se alude a una pérdida en este sentido de alrededor de un 30 %.
En el país se sabe que hay una gran diversidad de otros aspectos en que se tienen infinitas pérdidas, como la pérdida de tiempo por el caótico tránsito vehicular, la pérdida por “fuga de cerebros” y la pérdida de mano de obra joven, audaz y calificada en razón de la emigración.
Somos un país en que en lo general no se aplica la visión de calidad total.
Esta situación bien marcada en el sector público de nuestra economía, encuentra una de sus explicaciones a través del saber popular expresado en aquello de que “a lo que nada nos cuesta hagámosle fiesta”, o en una gestión que pone como prioridad lo que en realidad responde principalmente a la satisfacción de expectativas e intereses políticos y económicos particulares.
En nuestra nación se necesita la definición de un pensamiento estratégico a los fines de hacer bien las cosas desde el principio hasta el final, para dejar atrás lo que implique pérdidas y desperdicios, para que se imponga la calidad. Hay que poner pasión, lógica, ética y justicia para comenzar a trillar el camino de la construcción de ese desarrollo del que tanto se habla y tan poco se hace.