Por Vianco Martínez
CORDILLERA CENTRAL (Rep. Dominicana).-Andan con las manos llenas de azucenas y de flores sabaneras pero tienen la mirada rota, y quieren saber dónde es que se van a encontrar con el futuro.
Si es a través de una escuela, la de ellos está rota, inservible, no tiene luz, no tiene agua, no tiene espacio, tiene como baño una letrina que es un foco de infección, las sillas están dañadas, y funciona gracias a la caridad de una congregación religiosa.
El maestro que tienen ni siquiera sabe dónde va a dormir cuando llega la noche.
La escuela de Fundo Viejo está situada en la zona montañosa de Padre Las Casas, en la ribera alta de uno de los pasos más hermosos del río Del Medio, que nace en Valle Nuevo y termina en el Yaque del Sur.
Llega hasta cuarto grado y tiene treinta y dos alumnos que vienen de El Córbano, Loma Liranzo, Lambedero y del mismo Fundo Viejo. Los de Lambedero tardan dos horas para llegar.
Cuando las aguas de correntía (o escorrentía), que fluye por los senderos tras la caída de la lluvia, rompen las imperfectas líneas de estos caminos que nacieron estropeados, Fundo Viejo queda completamente indefenso e incomunicado, y los estudiantes de Lambedero y Loma Liranzo no pueden bajar a la escuela.
“Hoy mismo la temperatura estaba muy fría y cayó un agua en la loma de Lambedero y los muchachos de allá no pudieron tirarse a los caminos para venir a clases”, dice el profesor Salvador Rosario Méndez.
El maestro viene de Guayabal, un municipio pobre de la pobre Azua, y como los demás docentes, anda penando entre aguaceros y caminos olvidados, a la espera de que las autoridades se acuerden de que aquí, en el corazón de la montaña, en un lugar donde las nubes deciden el destino de la gente, hay una escuela dando lástima, un centro sin mayor gloria que la voluntad de sus integrantes, y al que no han llegado las bondades del 4 por ciento del PIB ni las entusiastas promesas de modernidad del ministerio de Educación.
Los treinta y dos alumnos están apretujados en un espacio pequeño que, en realidad, no es una escuela, sino una pequeña capilla que las Hermanas de la Congregación del Cristo Crucificado hacen el favor de prestar para las clases, arrimando los enseres y moviendo el altar. La iglesia fue levantada en 1998 y ya sus tablas están resentidas de tiempo.
En la mañana el profesor Rosario Méndez imparte clases a veintisiete alumnos y en la tarde a cinco. Como no hay espacio, en la primera tanda tiene que juntar varios grados. Y hay que verlo haciendo malabares para acomodar simultáneamente a sus muchachos en un espacio tan pequeño, tan oscuro y con tan pocas condiciones para la actividad docente. A eso las autoridades de Educación le llaman escuela multigrado.
Hay una pizarra dividida en varias partes para acomodar las clases de todos los cursos que reciben docencia simultáneamente.
Cuando llega la hora del desayuno el almuerzo, los alumnos salen a la parte frontal de la escuela y se sientan en un muro que sirve de acera. Y ahí, sentados en el suelo, como unos huerfanitos, como unos desamparados, se ponen a ingerir los alimentos. “Es que no tienen otro espacio donde hacerlo”, dice el maestro con una resignación más grande que el cielo que se refleja en el espejo de sus ojos. “A veces, ahí en el suelo, los perros se les acercan y tienen que pelear su plato con ellos”.
Cuando llueve, el maestro tiene que cerrar las ventanas porque el agua cae adentro, pero como no hay energía eléctrica, se pone oscuro, no se puede ver ni la pizarra, y a veces, por esa misma oscuridad, hay que suspender la docencia.
Sobre el polvo de la nada
La escuela de Fundo Viejo opera bajo el código 00566 y fue establecida sobre el polvo de la nada a inicios de la década de 1980. Lleva el nombre de Amelia Delgado Pinales, una mujer del lugar que luchó por el plantel hasta el último día de su vida.
El centro llega hasta cuarto grado de básica. Cuando terminan, los niños tienen que ir a El Gramazo, un paraje más adelante, a una escuela que llega hasta séptimo y que está en peores condiciones.
El viaje a El Gramazo cada día es un viacrucis: caminar entre barrancos, precipicios y desfiladeros, lidiar con caminos destruidos y aguaceros, enfrentar los peligros, sobresaltos y soledades de los senderos, atravesar un puente colgante de tablas y palos que parece pegado con saliva, cruzar dos pasos del río Del Medio y uno del Yaquecillo y orar para que no los agarre una crecida que los obligue a quedarse al otro lado de las aguas.
Ante tanta vicisitud, la historia termina siempre de la misma manera: la mayoría de los alumnos interrumpen su educación, y así quedan sus ilusiones suspendidas, como una bandera rota, en el aire de la cordillera: los muchachos a sembrar la tierra de por vida y las niñas, a amancebarse y embarazarse antes de los quince años de edad. Aquí es perfecto el círculo de la pobreza.
Otra dificultad: el camino que conduce al centro escolar está lleno de derrubios, que es como llaman los geógrafos a los derrumbes que se producen en los declives de la tierra.
Fundo Viejo es un paraje del distrito municipal Las Lagunas, Padre Las Casas, donde las horas pelean para no pasar. Está ubicado en una terraza natural —regalo de la geología— donde todos los vientos se dan cita y levantan silenciosos y efímeros monumentos de arena. La última vez que contaron a su gente había 95 personas, correspondientes a 29 familias y repartidas en 28 casas habitadas en las dos riberas del río Del Medio.
Un hombre llamado Melchor, fiestero, amable y sembrador de ilusiones, vino hace tiempo a este lugar con las manos vacías y las llenó de surcos. Levantó los primeros cultivos e instauró un fundo que con el tiempo se pobló de ranchos, de sueños y de historias. Y este hermoso reino del silencio, que desde sus albores lleva en el viento el aroma de las habichuelas, es lo que hoy se llama Fundo Viejo.
En Fundo Viejo los pájaros, clarineros del alba, no han perdido la costumbre de cantar, y cada día dan la bienvenida a la alborada y ponen música al comienzo de los días.
El río que pasa por su puerta parece una mujer tendida al sol, con los brazos abiertos, húmeda, cantarina, con los inviernos pesándole en el cuerpo y las brisas de marzo peinándole las aguas.
El hacedor de esperanzas
Cuando uno se para frente a la escuela Amelia Delgado Pinales y se pone a mirar hacia el noroeste, por encima de la música del río, hacia un confín perdido detrás del silencio y cerquita de un viejo roble que tiene aspecto de gran señor, la mirada se encuentra con una ladera silenciosa que cambia de vestido según cambian las estaciones. Allí vive Danilo Ferreras, a quien todos conocen con el curioso y simpático apodo de Bien.
Bien es un hombre callado como un pino de la sierra y tiene la edad de sus silencios. Con sus manos siembra habichuelas y con su lucha siembra esperanzas. Ha peleado mucho por la construcción de una escuela y siempre ha obtenido el mismo resultado: ninguno. Cartas van y cartas vienen, y sus palabras se pierden en la sinuosidad de los caminos. Aun así no ha perdido la costumbre de soñar y sus esperanzas andan siempre en busca de un lugar.
Bien se pone ceremonioso y se quita la gorra y, con los ojos llenos de alborada, mira por encima de sus montes, que hoy amanecieron sonrosados de arcoiris. Es que va a hablar de su escuela.
“Tengo la esperanza de que en Fundo Viejo nos hagan una escuela de verdad, con paredes de verdad, con techo de verdad, con pupitres de verdad, una escuela decente donde no se meta el agua cuando llueva ni haya que suspender las clases de cualquier quítame esta paja”.
En sus labios, la esperanza tiembla de impotencia: “Cada vez que llevamos un papel a las oficinas del Gobierno, las autoridades lo ponen boca abajo y no le hacen caso”. Y añade: “Lo que queremos es que no nos sigan tratando como si no fuéramos nadie”.
Cuando dice eso está pensando en las personas a las que ha acudido una y mil veces al otro lado de los ríos en busca de atención sin conseguir siquiera que volteen la mirada hacia este centro. Es decir, en las autoridades.
Según él, gobiernos van y gobiernos vienen, y ninguno se ha tomado la molestia de ver las condiciones de miseria en que funciona este centro. “Lo conocen y no hacen nada”, se queja Bien.
La escuela de Fundo Viejo ha tenido poca suerte, según él. Primero se levantó en un pedazo de tierra prestada al otro lado del río Yaquecillo, la frontera fluvial de las provincias de Azua y La Vega. Cuando había crecida, los muchachos no podían llegar, y si llegaban se tenían que quedar al otro lado de las aguas.
“Además de los ríos, estaba la distancia, que no era poca cosa, y para llegar, los muchachos tenían que caminar mucho, muchísimo”, rememora Bien.
Después la quitaron y la mandaron para La Paila, una pequeña comunidad de la montaña, mitad de Padre Las Casas, mitad de Constanza.
Años después la levantaron más abajo, pero aun había que cruzar un paso del río Del Medio. Al final la instalaron en la ribera sur de sus aguas, a la sombra de un gran árbol de caracolí de formas armoniosas, en la pequeña iglesia de madera donde aún sigue. Y allí no ha hecho más que deteriorarse con el paso del tiempo, con el mal carácter de la lluvia y con los caprichos del clima de la sierra.
El primer maestro lo pagaba la iglesia Católica y solo cinco años después de su funcionamiento las autoridades designaron un docente.
Además de los anhelos de la comunidad, Bien tiene dos poderosas razones para luchar por esta escuela: Ruth, de ocho años, y José, de trece: sus hijos.
Una obra de caridad
La educación nunca ha sido un proyecto de las autoridades en la franja sur de la cordillera Central, sino una obra de caridad de la iglesia Católica. Las primeras escuelas se instalaron en la sección Las Cañitas y en los parajes Gajo de Monte, El Roblito, El Gramazo, Los Rodríguez, Los Auqueyes y el mismo Fundo Viejo.
La lucha de las comunidades para lograr que las autoridades de ese tiempo asignaran maestros fue una verdadera odisea. Algunos fueron pagados durante largo tiempo por la Congregación del Cristo Crucificado de Padre Las Casas. Todavía hoy, de trece escuelas que funcionan en la zona, siete operan en iglesias prestadas.
Y así, sigue la lejana Fundo Viejo, toda sucia de olvidos, esperando su escuela.
Sin educación, el resultado ha sido una obra maestra de la injusticia social: los hijos de la montaña siempre son los más pobres entre los pobres. Y dondequiera que llegan esa es su marca.
Si alguien quiere ver el espectáculo de un mundo olvidado, con las ilusiones estropeadas y sin caminos adecuados para encontrarse con el futuro, una comunidad que no tiene dolientes en las lejanas oficinas donde se toman decisiones, que venga a Fundo Viejo, un lugar donde el tiempo se detuvo, y mire esta escuela, rota por el olvido, un centro de nada y donde sus integrantes, hijos del silencio, parecen almas en pena.