Es natural que todo ser humano busque la manera más fácil de hacer las cosas.
Eso se llama la ley del menor esfuerzo y no tiene nada de malo.
Por ejemplo, es mucho mejor manejar un carro de cambios automáticos que uno mecánico, o utilizar una calculadora en vez de tener que fajarse a resolver un problema de Matemáticas a mano pelá. Y así por el estilo.
Pero en algunas áreas esa búsqueda de la comodidad no se justifica, porque la misma se convierte entonces en un vicio que desluce el objetivo perseguido.
Tal es el caso de la literatura, el periodismo o la simple escritura de una carta, campos éstos muy propicios para incurrir en molestas repeticiones y uso de frases prefabricadas que cualquier lector más o menos aguzado puede adivinar anticipadamente.
Es así como, al hablarse de un combate bélico, tropezaos con el fragor de la batalla, y según sean las circunstancias, con otras frases clichés como la pertinaz llovizna, el solaz esparcimiento, los negros nubarrones, la apretada agenda, el insondable abismo, etcétera.
La comodidad es buena y es legítima, pero ¡cuidado con la rutina, que esa no paga buenos dividendos!