Filosofía política, poesía y libertad

Filosofía política, poesía y libertad

Filosofía política, poesía y libertad

El fundamento de la filosofía política, que le da sentido ético a la civilización moderna, reside en tres pilares: la tradición liberal, basada en un pensamiento crítico, que tiene su origen en el Enciclopedismo francés del siglo XVIII; la tradición democrática, que promueve la convivencia pacífica y la defensa de los derechos humanos -y cuya ley descansa en que la minoría se subordina a la mayoría- y la tradición socialista, que aspira a un ideal de justicia social, que tiene sus antecedentes en el cristianismo.

La filosofía política persigue, en efecto, interrogar a la historia social y dar consistencia teórica a todo pensamiento político.

Ante la disyuntiva de una noción clásica de Estado, que se derrumba; una Iglesia, como institución que ha perdido su mística cristiana, que se disgrega y petrifica, y donde las ideologías se disipan en dogmas, la poesía permanece, como arte que trasciende la historia, la ideología y la religión. De ahí que el poeta románico Novalis dijera que “todo lo que permanece lo fundan los poetas”.

Después de la crisis de las ideologías y de la desaparición posmoderna de los “grandes relatos” -como dijera Jean François Lyotard-, la poesía ha devenido no en discurso sino en religión sin dios y en filosofía de vida, pues permanece incólume ante tantas transformaciones y cambios finiseculares en las mentalidades y las sociedades.

Como cultivo más que del intelecto, del espíritu estético, la poesía ha podido sobrevivir como antídoto que nos vacuna contra los fanatismos religiosos, los nacionalismos xenofóbicos y las aberraciones políticas.

Heredera del mito y madre de la filosofía, la poesía nació con el hombre, y como descubrimiento del yo, se transfigura en la voz de la pasión, esa “otra voz” -como diría Octavio Paz-, que no proviene de la influencia de otro poeta sino de la tradición -y es a la que se refiere T.S.

Eliot cuando funda la dialéctica entre “talento individual y tradición”. Acaso esta magia virtuosa de la poesía descansa en su peculiaridad de ser la visión de las palabras que nos ofrece la otra cara de la realidad, es decir: la poesía constituye el arte de saber ver a través de las palabras, ese otro rostro de lo real.

Por eso cuando leemos poesía, vemos, y cuando vemos, escribimos lo que sentimos en el instante de la creación.

Cura de las pasiones irracionales y pasión ella misma, la poesía, como no funda ideologías ni políticas ni religiones -aunque no nos vacuna contra las vanidades, intrínsecas al alma de los artistas-, al menos nos refrena la voluntad destructiva -o autodestructiva- y arroja luz al lado oscuro de la condición humana, que todos llevamos dentro y que ni la ética ni la justicia han sido capaces de disipar.

Entre el liberalismo político y la democracia social, la poesía actúa como ente de libertad y critica a la realidad y a la sociedad, al poder y a la religión.

Fundó la filosofía en la antigüedad clásica griega y se emancipó de su poder, desde el asombro, aun cuando la poesía y la filosofía posean una relación de atracción y repulsión.

El poeta y el filósofo, a pesar de que viven en habitaciones contiguas, tienen un puente en común: la libertad de expresión de sus pasiones, sentimientos, imaginaciones, intuiciones y especulaciones. Pensamiento e imagen, memoria y tiempo les sirven pues de metabolismos y catarsis.



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