Europa se desangra intermitentemente, víctima de la violencia terrorista, mientras América Latina sufre, en secreto, los embates del narcotráfico, la corrupción gubernamental y la impunidad jurídica. Mientras Europa vive una especie de “Tercera Guerra Mundial fragmentada” -como dicen muchos expertos-, frente a un enemigo sin rostro, que ataca por razones fundamentalistas de tipo religioso radical, en cambio, nuestro continente mestizo, que sufrió el calvario de las dictaduras y sus secuelas de exilios, persecuciones y crímenes, vive hoy en una relativa paz, en medio de la construcción de una democracia que tiene sus tropiezos, pero que se renueva y transforma.
En el primer caso, se le atribuye la causa del terrorismo al factor inmigratorio, que genera el dilema: nacionalismo versus pluralismo; en el segundo, el dilema es: populismo versus liberalismo.
En tanto Europa se enfrenta a los desafíos de una crisis migratoria que amenaza con sacudir los cimientos de sus históricas conquistas democráticas y sus derechos civiles, América Latina se debate en medio del giro que experimentan los regímenes populistas de izquierda del llamado “socialismo del siglo XXI” -acuñado por el chavismo-, como nueva utopía social de cambio, parido por la naturaleza histórica e intrínseca de nuestro veleidoso continente.
Este modelo político parece estancarse, tras la muerte de Chávez y, en vez de fortalecerse, se anquilosa y apunta a su desmoronamiento como un castillo de naipes, producto de la distribución del gasto de manera deportiva, del autoritarismo demagógico de sus líderes y de la devaluación de los precios internacionales del petróleo, que sostenía la economía venezolana, y que subsidiaba a su vez las economías de sus países satélites y alineados.
Esta forma populista, inspirada en la esperanza poscolonial de Latinoamérica, vive hoy la incertidumbre que han sembrado sus propios artífices, cuya lección aprendida de la revolución cubana no les ha servido para rectificar y repensar su destino próximo.
El populismo demagógico -como se palpa- experimenta una cadena de golpes y lecciones históricas, como expresión de que algunos de sus líderes ven apagarse su popularidad, que, hasta hace poco, encandilaban y enfebrecían a las masas incautas y optimistas.
La demagogia populista de sus malos gobernantes, que impulsaron erradas políticas económicas, a través de la ejecución del estatismo y el colectivismo de nuevo estilo, han conducido a algunas naciones del continente americano al caos institucional, la inseguridad ciudadana y la corrupción administrativa, lo cual ha llevado a las ruinas y al colapso el incipiente progreso de sus economías.
La democracia nos da lecciones no de moral sino de civismo. Nos enseña a convivir, y eso basta, pero no es suficiente. No es la panacea de todos los males sociales y políticos, empero es la forma de gobernar que más se asemeja a los valores de la civilización, y que permite la alternabilidad en el poder, la renovación de sus gobernantes y dirigentes, por vía de elecciones.
La democracia, en efecto, no nos hace mejores, pero nos dicta reglas de tolerancia para convivir. El populismo -o neopopulismo-, lejos de contribuir a fortalecer la democracia, la tergiversa, al crear la fantasía de un paraíso socialista, de inspiración romántica (por ejemplo, la llamada “revolución bolivariana”). Las independencias americanas del siglo XIX fueron, en cierto modo, parteras de este populismo de nuevo cuño del siglo XXI.