
Por: Dra. Patricia Matos Lluberes, Vicerrectora Académica de la UNPHU
En el contexto actual, donde la educación superior se consolida como una de las principales vías para la movilidad social y el desarrollo humano, la pregunta “¿vale lo que cuesta estudiar en la universidad?” cobra una relevancia ineludible. La relación entre costo y calidad en la educación superior en la República Dominicana requiere un análisis honesto y profundo, especialmente cuando la inversión que hacen las familias o el Estado no siempre se traduce en retornos académicos ni profesionales proporcionales.
Nuestro sistema enfrenta un doble desafío: por un lado, garantizar el acceso a la universidad; por otro, asegurar una formación de calidad que prepare a los estudiantes para un entorno dinámico, incierto y cada vez más exigente. Mientras algunas instituciones mantienen costos relativamente bajos, otras, especialmente privadas, ofrecen programas con matrículas considerables, pero cuya calidad no siempre es comprendida ni valorada por la sociedad.
Esto nos lleva a preguntarnos si realmente se entiende lo que significa sostener una educación transformadora. La educación de calidad requiere docentes bien formados y bien remunerados, recursos tecnológicos actualizados, laboratorios equipados, programas de internacionalización, investigación activa y servicios de acompañamiento estudiantil.
Todo eso cuesta. Y mucho.
La comparación internacional ofrece lecciones valiosas. En Chile, los altos costos de la educación superior han generado debates sociales intensos, pero también un sistema robusto de aseguramiento de la calidad y universidades bien posicionadas en rankings globales.
México ha fortalecido su red de universidades públicas, lo que permite el acceso a formación de calidad con costos reducidos, aunque aún enfrenta desafíos estructurales.
Alemania presenta un modelo distinto, basado en la gratuidad y el compromiso estatal sostenido, mientras que, en Estados Unidos, los altos precios de las universidades más prestigiosas se compensan con una experiencia académica e investigativa de primer nivel.
En nuestro país, el debate sobre el costo de una carrera universitaria suele enfocarse en el precio, pero pocas veces en el valor. Formar profesionales competentes, críticos, éticos y con visión global implica inversiones continuas en docentes calificados, tecnología educativa, laboratorios, bibliotecas, investigación, vinculación con el entorno, bienestar estudiantil y procesos de acreditación.
Todo eso cuesta. Y mucho.
Muchas veces se critica el costo de una carrera universitaria sin comprender lo que hay detrás: el esfuerzo institucional por elevar estándares, cumplir con normativas nacionales e internacionales, acreditarse, innovar en los métodos de enseñanza y responder a un mundo laboral cambiante.
A menudo, las universidades caminan la delgada línea entre mantener precios accesibles y no comprometer la calidad.
La educación superior debe concebirse como un pacto social. Las universidades tienen el deber de ser rigurosas, transparentes y pertinentes, pero la sociedad también debe comprender que una formación de calidad no es un producto barato ni improvisado.
Desde mi rol como Vicerrectora Académica, he sido testigo del esfuerzo institucional por ofrecer una experiencia educativa transformadora y sostenible.
Formar bien no es un acto espontáneo: requiere planificación, actualización permanente y un compromiso ético con el país.
Pero también exige que, como sociedad, estemos dispuestos a valorar lo que cuesta formar con calidad.
Porque educar bien cuesta. Y lo vale.