
Una de las lecciones más recurrentes en mi vida ha sido la sensación de quedarme corto. Lo viví con mi primera casa: parecía suficiente en ese momento, pero pronto descubrimos que la familia, los recursos y las necesidades crecían más rápido de lo que habíamos previsto. A los pocos años tuvimos que mudarnos.
Con la segunda experiencia fue distinto. Hace una década compré la casa donde aún vivo. En aquel momento parecía más grande de lo que necesitábamos, pero la adquirí pensando en que debía servirnos, no solo en ese presente, sino también en un futuro más amplio.
Hoy, diez años después, sigue siendo el espacio perfecto. La diferencia estuvo en que decidí no medir desde la urgencia del ahora, sino desde una visión prolongada.
Esto ocurre en muchas áreas: al invertir, al elegir un socio o al diseñar un proyecto. Nos dejamos llevar por la necesidad inmediata y no por la grandeza de nuestros sueños.
Y ese es el error: quedarnos cortos.
En el fondo, quedarse corto no siempre es un asunto de cálculo, sino de miedo. Reducimos nuestra visión porque dudamos de nosotros mismos, porque creemos que no podremos sostener lo grande, o porque no nos sentimos merecedores de ello.
El miedo se disfraza de prudencia y nos convence de optar por lo pequeño. Es un miedo silencioso que nos protege del riesgo, pero también nos roba el futuro.
La historia nos ofrece ejemplos claros. El Imperio Romano levantó obras que superaban la escala de lo necesario: acueductos, basílicas, monumentos. No lo hacían solo para resolver un problema técnico, sino para transmitir poder, permanencia y visión.
Lo mismo hicieron las catedrales góticas de Europa: construcciones tan majestuosas que aún hoy, siglos después, siguen inspirando.
Quienes las erigieron no pensaban en su propia generación, sino en legar un símbolo de lo eterno.
En filosofía, Cicerón hablaba de la magnitudo animi, la grandeza de ánimo: atreverse a pensar y actuar más allá de lo pequeño.
Como emprendedores, el desafío está en no quedarnos cortos con nosotros mismos. No se trata de caer en el exceso irresponsable, sino de evitar la trampa de la mediocridad que surge del miedo disfrazado de sensatez.
Por eso, antes de elegir un socio, un espacio, un modelo de negocio o una inversión, vale la pena preguntarnos: ¿esto solo resuelve mi presente o también me proyecta al futuro? La respuesta sincera puede ser la diferencia entre volver a mudarnos demasiado pronto o habitar, con solidez, la casa —o el proyecto— que realmente estaba hecho para nosotros.
*Por Luis de Jesús Rodríguez