Una discusión entre periodistas se desenvolvía, entre ardor y sobrecogimiento, sobre el espeluznante hecho ocurrido ayer en una calle de Puerto Príncipe, en la que una turba linchó a catorce personas luego de que, al parecer, se las quitaran a una unidad de patrulla de policías, según las versiones de la prensa extranjera destacada en la capital haitiana.

El único punto de coincidencia en la controversia parecía la evidencia de que las tendencias al salvajismo pueden llegar a ser muy resistentes en una comunidad, no importa cuánto sufrimiento hayan tenido desde los días en que el collar fue usado en las calles haitianas, como herramienta política, en los años finales del siglo pasado.

Pero no pudieron entenderse en un punto clave del hecho que costó la vida a catorce personas, supuestos pandilleros, ya bajo control policial, situación insuficiente para evitarles una muerte violenta a manos del grupo que se valió de neumáticos empapados de combustible para matarlos por medio del fuego.

¿Habrían sido entregados por los policías como una manera de sacar de juego a los supuestos pandilleros o habrían sido incapaces de oponerse a una turba? Cualquiera de las dos situaciones pudo habérseles presentado.

Uno de los escenarios, el de que fueron dejados por los agentes del orden público en manos de la multitud, en una parada impuesta por un semáforo, sería un acto de crueldad.

Otro, el de que la multitud les quitara los detenidos a los policías y que estos hicieran poco, o nada, para retenerlos y conservarles la vida, se explica, porque el uso de la violencia para recluirlos tal vez no hubiera sido bastante para imponer su autoridad.

Que los agentes de policía hayan dejado a sus detenidos para que los mataran o que les hubieran sido arrebatados son, en realidad, síntomas de lo peor.

Es de temer que el pueblo haitiano, mordiéndose la cola de regreso hacia sí mismo, esté a un tris de hacer aún más compleja y difícil su triste condición.