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El Francisco, el buen papa, ha muerto

El Día Por El Día

Quienes vieron a Francisco el domingo junto al clérigo que leía sus palabras desde el balcón de la Basílica de San Pedro, tienen para recordar, además de su amabilidad permanente, el nivel de su compromiso con los que sufren en el reino de este mundo y con quienes no pueden ser sino como son.

Imposibilitado de leer su mensaje, estuvo allí, entregado a su deber, que no era otro en el día de la Pascua de Resurrección que el de celebrar y exhortar a los feligreses que oían de viva voz y a quienes llegarían sua palabras: “Quisiera que volviéramos a esperar en que la paz es posible”.

Y su vocación por los pobres —como el otro Francisco, el de Asís— que aflora en su interés permanente por los que dejan su casa, su patria y su familia, para irse a otros países en busca de las oportunidades que por alguna razón les resultan inalcanzables en el suyo.

“Cuánta voluntad de muerte vemos cada día en los numerosos conflictos que afectan a diferentes partes del mundo. Cuánto desprecio se tiene a veces hacia los más débiles, los marginados y los migrantes”, legó junto con la bendición urbi et orbi.

Francisco será recordado como un papa valiente, no por la confrontación, sino por estar permanentemente dispuesto a empujar unos límites que ningún otro de sus antecesores había tocado.
Y por su renuencia a juzgar a los otros, y por la sorda oposición de la que fue rodeado su ministerio desde el primer momento.

Pero también por su condición, no sólo de argentino, sino latinoamericano, en la que tenía que originarse su identificación con el migrante y el necesitado, ambas condiciones muy comunes entre nosotros.
El papa Francisco ha muerto y desde hoy todos nosotros estamos menos acompañados.

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