Del 17 al 24 de noviembre, el Archivo General de la Nación (AGN) celebró la XII Feria del Libro de Historia Dominicana, dedicada este año al sociólogo y principal documentalista del folclore nacional, Dagoberto Tejeda Ortiz.
Más que una cita académica, la feria se convirtió en un espacio de reflexión sobre el vínculo profundo entre cultura popular y ciudad, una relación que define la identidad dominicana.
La figura de Tejeda, ampliamente reconocida por rescatar, investigar y dignificar las expresiones del folclore, fue el eje de un debate que trascendió lo cultural para adentrarse en lo político, lo urbano y lo social.
Su conferencia central, crítica, lúcida y provocadora, recordó que el folclore no es una pieza de museo, sino un organismo vivo que necesita de calles abiertas, plazas activas y barrios en movimiento para existir.
Diversos urbanistas internacionales han señalado el valor sociopolítico del espacio público. Jan Gehl afirma que “la vida en las ciudades sucede entre los edificios”, subrayando que el encuentro humano y la interacción son esenciales para ciudades verdaderamente vividas.
Henri Lefebvre llamaría a esto “el derecho a la ciudad”; el derecho del pueblo a usar, disfrutar y transformar sus propios espacios. David Harvey ampliaría la noción recordando que ese derecho implica también disputar el modelo de ciudad que se quiere construir.
Estos criterios teóricos, encuentran eco natural en la República Dominicana. Aquí, el folclore, desde los carnavales y gagás, hasta los atabales, las comparsas y las fiestas patronales, solo puede respirarse plenamente en las calles.
Es el espacio urbano el que permite que la herencia Africana, Taína y Europea se exprese, se mezcle y se reinvente en la vida cotidiana.
Durante su intervención, Dagoberto desmontó la vieja separación entre “arte culto” y “arte popular”, una distinción nacida en la academia europea del siglo XIX que aún moldea las políticas culturales.
Mientras lo académico se impone como “arte con A mayúscula”, al pueblo se le deja la vida diaria; los ritmos improvisados, las creencias, los carnavales espontáneos, el color de los barrios y la tradición oral.
Dagoberto recordó que incluso la UNESCO, creada tras la Segunda Guerra Mundial para promover la paz a través de la cultura, cayó durante décadas en esa misma trampa al privilegiar lo monumental, la ópera y los grandes edificios.
Solo a partir de 1982 incorporó el concepto de “patrimonio inmaterial”, reconociendo, por fin, que no existen culturas superiores o inferiores. Sin embargo, advirtió que este giro no está libre de tensiones, cuando las directrices internacionales se toman como dogmas, las expresiones populares corren el riesgo de transformarse en mercancías turísticas, perdiendo su fuerza crítica.
“La cultura del pueblo es resistencia”, afirmó. En el folclore dominicano sobreviven los ecos del cimarronaje, las luchas comunitarias y las expresiones simbólicas que desafían el poder. Cada carnaval de barrio, cada gagá y cada comparsa es, además de celebración, un acto político: la ciudadanía reclamando su derecho a existir en la ciudad y a hacerse visible en el espacio común.
El carnaval, especialmente, fue presentado como un espejo del país. No es solo fiesta, sino narrativa colectiva; no es simple desfile, sino apropiación temporal de la ciudad por parte de sectores históricamente excluidos.
La feria también rindió homenaje a tres aportes fundamentales de Dagoberto a la historia cultural dominicana:
- El colectivo Convite, que en los años 70 llevó la música raíz a los escenarios urbanos y despertó el interés de nuevas generaciones.
- .El Desfile Nacional de Carnaval, institucionalizado en 1982, que consolidó la celebración como símbolo de identidad nacional.
- El Día Nacional del Folklore, creado mediante decreto 173-01 y celebrado cada 10 de febrero.
Estos logros evidencian que el folclore, lejos de ser nostalgia, es una maquina transformadora. La Feria del Libro, dejó claro que proteger el folclore dominicano exige proteger el espacio público. No es posible sostener manifestaciones culturales vibrantes en ciudades diseñadas para el aislamiento o el tránsito vehicular.
Se necesitan plazas abiertas, aceras caminables, barrios seguros y políticas urbanas que reconozcan al espacio público como patrimonio vivo y no como simple vitrina turística.
Como afirmó Dagoberto, “el folclore no es una moda; es rebeldía, es memoria, es la forma en que el pueblo dice que está vivo”.
El desafío para gestores culturales, tomadores de decisiones y urbanistas es claro: garantizar que nuestras calles sigan siendo el gran escenario donde la cultura dominicana se celebra, se reinventa y se defiende.
El folclore dominicano no cabe en un museo. Vive en la calle!!