Insisto en que el silencio es una categoría de la comunicación estratégica que debe ser administrada con precisión, prudencia y sin comprometer la transparencia, sobre todo por quienes manejan instancias de poder.
El silencio es rico en significados, elegante, almacena en su cuerpo una semántica poderosa, un misterio que puede disminuir, desesperar, desencajar, inquietar, sacar de quicio al contrario e infundir los más indescifrables temores, expectativas y angustias. El silencio duele.
No hay mayor alivio para los perversos y malignos que recibir respuestas verbales directas a sus provocaciones, porque se convierten para ellos en una ganancia de causa halando a su objetivo hacia el fango en el que habitan y donde siempre resultan vencedores.
Gestionar el silencio es muy difícil. Su control está reservado para los entes emocionalmente inteligentes, capaces de autocontrolarse, dominar los instintos, las emociones, practicar la serenidad, escucharse a sí mismos y conversar con su conciencia.
Los destemplados exhibicionistas abominan del silencio y se sienten perdedores cuando no pueden actuar como una máquina parlante en busca de la atención de todos. Sufren si no son escuchados y se enfurecen cuando no reciben comunicación de retorno.
Quienes desprecian el silencio generalmente no escuchan. Y no hacerlo es una de las prácticas más imprudentes, especialmente cuando toca tomar decisiones que afectan a terceros.
En uno de esos escenarios de diálogo que frecuentaba Juan Bosch llamó la atención de un querido y respetable amigo mío, a quien le recordó que los humanos tenemos una sola boca y dos oídos, con lo cual dejó establecido un balance: escuchar más y hablar menos.
De alguna manera desde esta simpleza –quizás anecdótica- el profesor construyó un elogio al silencio.
Aunque manidas, hoy cobran más vigencia que nunca expresiones filosóficas de distintas épocas como: “El hombre sabio, incluso cuando calla, dice más que el necio cuando habla” o “El hombre es esclavo de sus palabras y dueño de su silencio”.