El derecho a emigrar

El derecho a emigrar

El derecho a emigrar

La Carta Pastoral en ocasión de la fiesta de nuestra Señora de la Altagracia, del 25 de enero de 1960, firmada por los seis obispos de ese entonces, es indudablemente un documento que se destaca por la valentía de sus signatarios, al enfrentar cara a cara al sátrapa, como por la actualidad de su lenguaje y contenido. Si la comparamos con los documentos episcopales previos e inmediatamente posteriores de los mismos autores, de inmediato se nota su forma y fondo disruptivo.

En dicha Carta Pastoral los obispos defienden el derecho a la vida de toda persona -frente al genocida más grande de nuestra historia- y por extensión demandan un conjunto de derechos que garantizan una existencia digna.

Luego de defender el derecho a formar una familia, el derecho al trabajo y al comercio, los obispos argumentan a favor de: “…el derecho a la emigración, según el cual, cada persona o familia puede abandonar, por causas justificadas, su propia nación para ir a buscar mejor trabajo en otra nación de recursos más abundantes o gozar de una tranquilidad que le niega su propio país”. Para ellos la emigración era un derecho que se fundamenta, como los otros, en el derecho a la vida, y que tanto para los individuos, como para las familias, era legítimo buscar un mejor trabajo o la tranquilidad en otras naciones diferentes al lar nativo.

Esta defensa del derecho a la emigración tiene fundamentos bíblicos muy sólidos si pensamos en el llamado a Abraham para que abandone su patria, en la entrada y posterior salida del pueblo de Yahvé de Egipto, o en la vida de la familia de José, María y Jesús que debieron emigrar a Egipto para salvar sus vidas. Podemos citar textos bíblicos muy explícitos sobre la benevolencia con los extranjeros. (Éxodo 23:9) “No oprimirás al extranjero, porque vosotros conocéis los sentimientos del extranjero, ya que vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”, o (Hebreos 13:2) “No os olvidéis de mostrar hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles”.

Las tantas veces que los profetas demandan por mandato de Dios ser hospitalarios con los forasteros. Y si hurgamos en la Doctrina Social de la Iglesia y el magisterio de San Juan Pablo II, Benedicto XVI, y Francisco, son muy abundantes las llamadas para que nos abramos a los migrantes que huyen de sus tierras por la guerra, el hambre o la represión política.

Al apoyarme en estos argumentos de la tradición bíblica y el Magisterio de la Iglesia no pretendo convencer a ninguno que no tenga Fe como punto de partida, pero además destaco la insensatez de muchos que se denominan como creyentes, incluso católicos, y profesan un racismo y una xenofobia que raya en la estulticia.

No es posible ser católico y a la vez antihaitiano, anticubano, antiestadounidense o “anti” cualquier otra nacionalidad, ni tampoco detestar a los que emigran a nuestras tierras porque en las suyas no encuentran como seguir viviendo. Ese odio visceral hacia los pobres o perseguidos que llegan a nosotros no es compatible con la Fe en Jesucristo, o cambia su corazón, se convierten, o es hora de reconocerse como apóstatas.

La especie humana por su propia naturaleza es migrante, desde su origen en el África oriental, cruzando lo que hoy llamamos el Medio Oriente, poblando Asia y su península que es Europa, alcanzando las islas del Pacífico y Australia, y cruzando el estrecho de Bering llegar al continente americano.

Hace 500 años ambos grupos de migrantes, los que se movieron hacia el Occidente y los que avanzaron hacia el Oriente se encontraron aquí, en El Caribe. En República Dominicana todos somos descendientes de migrantes, una, dos o tres generaciones anteriores, pero incluso si hubiese alguien que pudiese demostrar que sus ancestros estaban aquí en el siglo XVI, cosa que dudo, seguro que no era taíno y por tanto llegó de otras tierras, en la cubierta o las bodegas de una nao.

El miedo, que luego se convierte en odio, hacia los extranjeros es propio de espíritus mediocres, de mentalidades autoritarias, de almas simples. La apertura al otro, y el diálogo con la cultura que porta, siempre es una experiencia de mayor riqueza espiritual, material e intelectual que la xenofobia.