El castillo de Montaigne

El castillo de Montaigne

El castillo de Montaigne

La vida de un escritor, a menudo, está asociada a la vida de otro escritor. Es difícil hablar de Borges sin pensar en su amistad con Bioy Casares, o de Kafka al margen de Max Brod.

En tal virtud, es imposible pensar en la obra y la vida de Michel de Montaigne desvinculada de la de Etienne de la Boétie. Si acaso el padre del ensayo creó una obra con la que inventó un género literario -y por la que se le considera el padre de la lengua francesa, en disputa con Víctor Hugo y Rabelais-, se le debe a la muerte prematura de su amigo de infancia, Etienne de la Boetie (1530-1563), el autor del libro “La servidumbre voluntaria” o el “Contra uno” (1548), que escribió a los 18 años, y que murió a los 33 años -a la edad de Cristo.

Este libro le valió el respeto de Montaigne -quien lo editó- y al leerlo quedó subyugado por su erudición; de ahí que quiso conocerle personalmente, de cuya experiencia admirativa nació esta proverbial amistad.

La pérdida de este amigo entrañable –de quien heredó parte de su biblioteca- fue el motivo que lo impulsó a dedicarse a escribir, pensar y reflexionar hasta su muerte sobre los grandes temas del alma humana. Y más aún, a refugiarse voluntariamente en su castillo a escribir la voluminosa obra ensayística, desde 1580 a 1588, siempre estimulado por la pregunta que se hizo a sí mismo: “¿Que sais je?” (“¿Qué sé yo?”).

De modo que su yo fue el punto de partida para examinar –y autoexaminar- el espíritu humano y fundar así el ensayo personal. En sus escritos buscó, pues, desvelar la máscara de su yo interior, de su identidad esencial y radical. Al tomar al hombre como eje de su pensamiento renacentista, pero no menos pesimista, se convirtió en un humanista que se retiró del “mundanal ruido” –como diría Fray Luis de León- a su castillo medieval, desde los 38 años de edad.

“Yo soy el tema de mi libro”, dijo, con lo que quiso decir que sus escritos son la autobiografía de su destino, la materia luminosa de sus cavilaciones existenciales y morales.

Su padre, que era rico, prohibió que se hablara en su casa otra lengua que no fuera el latín. De modo que aprendió a hablarla antes que su lengua materna.

Nunca dijo una palabra en francés antes de los seis años. Cada mañana, un flautista y un violinista lo despertaban con música.

Esta educación sentimental de su carácter sería decisiva en su evolución espiritual. Montaigne elige como su biblioteca el primer piso de su torre para buscar un espacio de meditación donde nadie pudiera fastidiarle. Ordenó escribir 54 máximas latinas, y solo la última está en francés -y es la que reza: “¿Que sais je”? El castillo de Perigord, su lugar de retiro, le sirvió no solo de experiencia de soledad, sino como reposo de su estado de ser.

Unas de las páginas más espléndidas sobre la vida de Montaigne se las leí a Stefan Sweig, quien escribiera una biografía intelectual, que dejó inconclusa, pues se suicidó en su exilio brasileño, junto a su esposa. Mucho se ha discutido -apunta Sweig- de si Montaigne fue escéptico, cristiano, epicúreo, estoico, filósofo, escritor, o simplemente, bufón o diletante. Lo cierto es que fue un pensador libre, que salvó su yo interior, y cuyas ideas nos fortalecen.

“El hombre de entendimiento nada ha perdido si se tiene a sí mismo”, sentenció. Existe en Francia una anécdota de que los estudiantes de la Sorbona, antes de examinarse, tocan el pie derecho de la estatua de Montaigne del Barrio Latino para que le dé buena suerte.

Como creía que se filosofa para morir, pensó que moriría joven, y de ahí su encierro durante diez años en su torre, aislado del mundo material, donde esperó la muerte, pues se creía viejo a los 30 años -como era natural es esa época. De ahí su encierro interior y mental, acaso por temor a morir joven, por lo que su búsqueda de soledad y vida ermitaña podría calificarse como una huída no de la muchedumbre sino a la muerte.

 



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