- Publicidad -

- Publicidad -

Después de la lluvia: el espejo social que deja Melissa

*Por: Danilo Minaya

Las primeras pinceladas del sol asoman tímidamente sobre la República Dominicana, buscando disipar los nubarrones que ha dejado a su paso la Tormenta Tropical Melissa. El país, con una resiliencia forzosa, intenta volver a la “normalidad”, esa extraña costumbre caribeña de sacudirse el agua, contar los daños y esperar la próxima lluvia. Sin embargo, bajo ese aparente resurgir cotidiano, la tormenta ha actuado como un demoledor espejo, reflejando sin piedad las grietas sociales y las fallas sistémicas que nos acompañan, año tras año, fenómeno tras fenómeno.

Los reportes son elocuentes y trágicos; las lluvias han provocado daños importantes en la infraestructura vial y el sistema de abastecimiento de agua potable, afectando a cientos de miles de dominicanos. Los efectos de la tormenta han dejado un saldo a la fecha de, 207 viviendas afectadas, 1,100 personas desplazadas, 86 albergadas en cinco refugios oficiales, además de 37 comunidades incomunicadas, e interrupciones en el servicio de agua potable para más de un millón de usuarios, según datos de los organismos de socorro y las autoridades.

Varias provincias del país han revivido el drama, pero los números, fríos y estadísticos, apenas rozan la superficie de una verdad más dolorosa, la vulnerabilidad crónica de los sectores más pobres del país.

El problema no es nuevo, cada temporada ciclónica nos enfrenta a las mismas imágenes; calles anegadas, filtrantes tapados de basura, deslizamientos, puentes caídos y familias que pierden lo poco que tienen. Las lluvias torrenciales no son solo un evento meteorológico; son el catalizador que desnuda la negligencia estructural. Las cañadas desbordadas no son un capricho del clima, sino la consecuencia visible de décadas de planificación urbana deficiente, ausencia de drenaje pluvial, falta de inversión en infraestructura y un manejo de desechos que se sostiene en la cuerda floja del desinterés público.

“Cada tormenta no solo arrastra agua; arrastra también la esperanza de quienes siempre pagan el precio de la inacción política.”

Y, sin embargo, el discurso oficial repite el mismo argumento: “la falta de conciencia ciudadana”. Ciertamente, es real y condenable la costumbre de arrojar basura a las calles y cañadas. Pero esa crítica, sin políticas públicas que la acompañen, se convierte en excusa. ¿Dónde están las campañas educativas nacionales con la misma intensidad y presupuesto, con que se invierte en publicidad gubernamental? No se trata solo de señalar al ciudadano, sino de dotarlo de conocimiento, infraestructura y servicios que permitan una conducta ambiental responsable. Es una ecuación de dos variables: educación y capacidad institucional.

La gestión de riesgo, en nuestro país, se reduce a la reacción inmediata. La respuesta estatal se limita a abrir albergues, distribuir raciones alimenticias y prometer reconstrucciones que rara vez llegan a tiempo. Lo urgente sustituye lo importante, no hay continuidad, ni prevención, ni evaluación posterior. En lugar de fortalecer la resiliencia comunitaria, el Estado reproduce la dependencia mediante asistencias paliativas que maquillan la pobreza, sin transformarla.

Mientras tanto, los técnicos, ingenieros y planificadores con vasta experiencia en gestión ambiental y prevención de desastres ven cómo sus diagnósticos quedan archivados, olvidados en informes que jamás se traducen en acción.

En medio de la tragedia, surge también el síntoma social de una crisis más profunda: la pérdida de respeto por la vida. Resulta indignante ver cómo algunas personas convierten el desastre en espectáculo. En redes sociales proliferan videos de gente bailando o haciendo “teteo” en medio de aguas contaminadas, ignorando el peligro. Pero más que frivolidad, ese comportamiento es la expresión de una sociedad que ha normalizado el riesgo, el abandono y la precariedad. La vida cotidiana se ha vuelto una lucha entre sobrevivir o resignarse.

Esa “normalización” es la que impide la transformación, cada vez que el sol reaparece, el país se convence de que todo volvió a la normalidad. Pero esa “normalidad” es la raíz del problema; un sistema donde la pobreza se perpetúa, la desigualdad se profundiza y la responsabilidad se diluye entre los ciudadanos, las autoridades y la indiferencia colectiva.

Las lluvias de Melissa vuelven a recordarnos que vivimos en una isla situada en la ruta de los huracanes. Cada fenómeno debería ser una lección, pero las lecciones no se aprenden si solo se convierten en “views” o “likes” para las redes sociales. Detrás de cada aguacero hay historias de pérdida: viviendas destruidas, niños desplazados, ancianos sin refugio, agricultores arruinados. Cada tormenta no solo arrastra agua; arrastra también la esperanza de quienes siempre terminan pagando el precio de la inacción política.

No basta con culpar al clima, ni con resignarnos a la fatalidad geográfica y la esperanza divina. La prevención no es un lujo ni una consigna técnica, es un imperativo ético y social. Requiere voluntad política, inversión sostenida, educación ambiental y una mirada de justicia territorial.

Es hora de romper con el ciclo de la improvisación y construir un país donde las lluvias no sean sinónimo de tragedia. El sol volverá a salir, como siempre. Pero si no cambia nuestra forma de ver el riesgo, de planificar las ciudades, de educar a las comunidades y de exigir responsabilidades, el próximo amanecer será idéntico; calles inundadas, promesas oficiales, ayudas temporales y la eterna “normalidad” que nos condena a repetir la historia.

Etiquetas

Artículos Relacionados