La Constitución dominicana dice en su artículo 8: “Es función esencial del Estado, la protección efectiva de los derechos de la persona, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva…”.
Sin embargo, a la hora de declarar los Derechos Económicos y Sociales, los primeros que se establecieron fueron la libertad de empresa, derechos de propiedad, propiedad intelectual y derechos del consumidor.
Es esta una de las confesiones del orden neoliberal establecido en la Carta Política, que fija primero los intereses de las personas como agentes de mercado, en lugar de sus garantías como ciudadanos de un Estado democrático. Así y todo, queda clarísimo (artículos 61 y 63) que la Salud y la Educación son derechos fundamentales.
Para sellar el indisoluble compromiso de los poderes públicos y los funcionarios que los administran, la Constitución dice en sus artículos 38 y 68:
“El Estado se fundamenta en el respeto a la dignidad de la persona y se organiza para la protección real y efectiva de los derechos fundamentales que le son inherentes.
La dignidad del ser humano es sagrada, innata e inviolable; su respeto y protección constituyen una responsabilidad esencial de los poderes públicos”, así como que: “Los derechos fundamentales vinculan a todos los poderes públicos…”.
Ya se ha dicho que a la Constitución y las leyes les hace falta combinar la dogmática escrita con la pragmática de que los derechos y deberes no sean quimeras ni hermosas declaraciones, perdidas en disposiciones difusas y supeditadas a intereses particulares.
La economía neoclásica -que de anticapitalista no tiene nada- ofrece una poderosa lección para lograrlo. La vastísima investigación en los campos de la teoría de la elección racional y del riesgo moral, es aplicada cotidianamente por empresas y gobiernos alrededor del mundo.
Se basan en un supuesto de sentido común: las cosas se harán mejor si los intereses de los mandantes y los mandatarios están alineados y son coherentes entre sí.
Sobre todo, cuando el mandante no es un jefe o dueño directo, sino difuso como una sociedad de más de 10 millones de habitantes.
Esta semana se ha lanzado el debate sobre si los responsables políticos y funcionarios públicos pueden hacer efectivos los principios constitucionales de garantizar el derecho a la salud y la educación dignas y de calidad, si siendo los encargados de que así sea, han constituido para sí (merced al dinero público) un mundo paralelo, donde las escuelas y los centros de salud del pueblo les son tan distantes como Júpiter.
Se entiende que, de alguna manera, los funcionarios electos y designados, pagados por la ciudadanía para garantizar los servicios imprescindibles y el ejercicio de los derechos fundamentales, deberían verse exigidos -mientras ocupen esa función- a usar esos mismos servicios, así como a tener los medios de aseguramiento y cobertura públicos, sin derroches ni elitismos divorciados de las necesidades colectivas, que además el pueblo debe pagar.
Esta no sería una mera “prohibición” ni un “castigo”, sino una relación más que razonable entre costo y beneficio de limitar ciertos derechos de libre consumo (como muchos otros ya limitados), y resolver un problema ético e institucional elemental, de acuerdo con sólidas convicciones ya probadas por figuras notables de las ciencias económicas y sociales.
La discusión está abierta.