Antes de su boda en 1970, la madre del novelista paquistaní Mohsin Hamid prefirió irse de compras a Kabul. La capital de Afganistán quedaba más cerca de su nativa Lahore que la otra ciudad moderna de la región, Karachi, en Paquistán.
No por casualidad, lo que encontró en Kabul le encantó: una ciudad cosmopolita, donde las mujeres vestían a la usanza occidental, llevando incluso bikinis en los balnearios.
Las tribus afganas, ingobernables para toda potencia invasora desde Alejandro Magno hasta la fecha, llevaban 36 años respetando la autoridad central del rey Mohammed Zahir Shah, quien en 1964 consagró en la constitución los derechos civiles y de la mujer, el sufragio universal y la separación de poderes.
La democracia afgana no llegaría a cumplir 10 años. En 1973, Daoud Khan, primo del rey y exprimer ministro, aprovechó la ausencia del monarca en viaje de salud para derrocarlo, exiliándolo desde entonces en Italia.
Khan impuso una república autocrática de partido único hasta verse desplazado a su vez por el izquierdista Partido Democrático Popular (PDP) el 28.4.1978. Pero en el complicado tablero de la Guerra Fría, que la izquierda gobernara en Afganistán era permitir la extensión de la órbita soviética.
Así, el 3.7.1979 el presidente Carter firmaba la primera autorización de financiación secreta a los muyajadín, guerrilla fundamentalista precursora de los talibanes, como reportara en 2016 Christopher Davidson en su libro “Shadow Wars: the Secret Struggle for the Middle East”.
Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional de Carter, lo confirmó a la revista francesa “Le Nouvel Observateur” en 1998: “La versión oficial es que el apoyo a los muyajadín comenzó después de la invasión soviética. La realidad es completamente diferente. No empujamos a los rusos a intervenir, pero incrementamos la probabilidad de que lo hicieran… la operación secreta fue una idea excelente. Tuvo el efecto de atraer a los rusos hacia la trampa afgana”.
Por los muyajadín salieron los soviéticos de Afganistán en 1989. Pero más que anticomunista, su agenda era antisecular, atrayéndose apoyos integristas de todo el mundo, incluyendo los de un tal Osama Bin Laden.
Derrotados los soviéticos, nadie se acordó del rey depuesto, dejando Afganistán en el caos de la guerra civil, de la cual saldrían los talibanes.
Despojado de su nacionalidad saudí y expulsado de su base en Sudán, sólo los talibanes ofrecieron refugio a Bin Laden.
En respuesta a la tragedia del 11.9.2001 y derrotados los talibanes a los 4 meses de la invasión estadounidense, la monarquía constitucional era la opción preferida por la asamblea de las tribus afganas, la “Loya Jirga”.
De regreso a su país en un avión militar italiano después de 32 años de exilio, el rey Zahir fue recibido por el entonces presidente, Mohammed Karzai.
La incuestionable popularidad del monarca deslucía la de Karzai, favorito de la administración Bush. Debió así renunciar públicamente en el 2002 a sus aspiraciones de restaurar la monarquía constitucional, la única forma de gobierno democrático, estable y legítimo que ha tenido Afganistán en toda su historia.