
Las correcciones constantes pueden ir apagando el instinto y la curiosidad. Muchas veces creemos que estamos guiando o protegiendo, pero sin darnos cuenta estamos limitando la capacidad natural del otro —especialmente de los hijos— para descubrir por sí mismo.
Lo que parece cuidado puede ser, en realidad, una forma de control disfrazado de amor.
Desde pequeños aprendemos a mirar el mundo a través de las correcciones: “Así no”, “mejor hazlo de esta manera”, “cuidado que te vas a equivocar”.
Y aunque esas frases parten del deseo genuino de evitar errores o sufrimiento, el mensaje que queda grabado es otro: “No confíes en ti, alguien más sabe mejor que tú”. Poco a poco se apaga la curiosidad, se pierde la capacidad de decidir y se debilita el instinto.
El instinto es una brújula interior que todos poseemos. Es la voz que nos orienta hacia lo que nos hace bien, hacia la experiencia que necesitamos para crecer. Cuando lo callamos con correcciones constantes, esa brújula se desajusta y aparece la inseguridad.
Cuidar no es controlar, es acompañar. Es confiar en que el otro podrá aprender incluso de sus propios errores.
Cuando damos permiso para explorar, también damos permiso para vivir.
En la familia, en la pareja y en los espacios laborales, reconocer esta diferencia puede transformar las relaciones. Preguntarnos: “¿Estoy cuidando o estoy controlando?” es un acto de conciencia y amor maduro.
Porque cuidar de verdad es sostener con confianza, no dirigir desde el miedo. ¿Y tú, en qué punto estás?