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Contra la nostalgia conservadora: en defensa de la juventud que lucha

Julio Disla
📷 Julio Disla

Suele decirse —muy equivocadamente, por cierto— que todo tiempo pasado fue mejor. No hay consigna más cómoda para justificar la inercia que esta fórmula anacrónica y nostálgica, repetida con aire de superioridad por quienes han hecho del adultocentrismo una forma de gobierno moral.

Detrás de esa frase se esconde un juicio: que la juventud de hoy ha perdido el rumbo, que ya no se lucha, que no hay ideales, que se ha renunciado a los principios. Pero ¿quién determina qué es luchar?, ¿qué es tener principios, ¿qué es el “rumbo correcto”? ¿Quién se ha arrogado el derecho de dictar el canon del compromiso?

Lo que realmente revela ese discurso es miedo. Miedo a una juventud que no copia, que no repite. Que rompe. Miedo a un relevo generacional que no se limita a imitar lo anterior, sino que se atreve a cuestionarlo, a nombrar el mundo con otras palabras, con otras formas, con otros sueños. Esa juventud que no calza en los moldes establecidos incomoda precisamente porque no está hecha para encajar, sino para transformar.

La crítica a las nuevas generaciones no es nueva. Siempre ha sido la reacción instintiva de una cultura que teme a la irreverencia que trae consigo lo nuevo. Platón ya se quejaba de los jóvenes de su época. Lo hicieron también los moralistas del siglo XIX. Otro ejemplo de ellos era lo que decía Hesíodo, considerado por algunos como el primer filósofo de la Grecia clásica, 700 años antes de nuestra era, decía:” Yo no tengo esperanza en el futuro de nuestro país si la juventud de hoy toma el control mañana, porque esta juventud es insoportable, desenfrenada y terrible”. Esa actitud recorre la historia de la humanidad; lo nuevo, desde una posición conservadora, suele verse como disruptivo y amenazante, por tanto, objeto a atacar.

Hoy lo repiten quienes crecieron durante las revoluciones pasadas, pero han olvidado que, en su momento, también fueron señalados por “hacerlo todo mal”. La diferencia es que ahora se miran desde la comodidad de la memoria selectiva, esa que convierte su propia juventud en una epopeya y la ajena en un error.

Pero la juventud de hoy sí lucha. Lucha a su manera. En las calles, en las redes, en las aulas, en sus formas de amar y de organizarse. Lucha con sus palabras y también con sus silencios. Lucha incluso cuando decide no parecerse a sus mayores. Porque también la desobediencia es una forma de resistencia.

La juventud no está perdida. Lo que está perdido es el relato de quienes no han sabido acompañarla, escucharla y ni aprender de ella. Una sociedad que no confía en su juventud está condenada a repetir sus fracasos. Y no se trata de idealizarla —la juventud también se equivoca—, sino de reconocer que, en sus contradicciones, en su desorden y en su rebeldía, hay más verdad que en la calma resignada de quienes ya se acomodaron al mundo tal como está.

Por eso, cuando nos digan que “todo tiempo pasado fue mejor”, respondamos con la firmeza de quien sabe que el presente también es trinchera. Que el futuro no está escrito y que la juventud no es problema: es posibilidad.

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