Aunque el origen del concepto anglosajón “lawfare” data del año 1975, luego de ser introducido en una de sus obras por los pensadores australianos John Carson y Neville Thomas Yeomans, no ha sido hasta este siglo cuando en América Latina se utiliza desde las esferas del poder como arma política.
El término consiste, sucintamente, en el uso de la ley y de los procedimientos jurídicos para atacar, en el caso de la política, a los adversarios a través de agentes públicos, especialmente a aquellos previamente estigmatizados de enemigos irreconciliables, debido a que representan amenazas en función de las potencialidades de acceso al más alto nivel de poder.
En la judicialización de la política confluyen varios actores: Quien tiene el control coyuntural del poder político, el adversario blanco del ataque, la parte del Poder Judicial que se presta para motorizar la acción y los medios de comunicación que la promocionan sin llevar a cabo la comprobación de los hechos que demanda el ejercicio del periodismo.
En la República Dominicana parece que se va configurando el “lawfare” en la jugada poco inocente del Ministerio Público de “seleccionar” de contrario al Partido de la Liberación Dominicana (PLD) y familiares y antiguos servidores cercanos al expresidente Danilo Medina, bajo el argumento de la lucha contra la corrupción.
Nadie puede oponerse al combate efectivo de ese flagelo, siempre y cuando no tenga un carácter puramente selectivo.
Desde el mismo momento en que a la lucha anticorrupción se le confiere un sesgo selectivo, se abre el camino para que dirigentes y militantes de agrupaciones atacadas se coloquen en posición de alerta y encuentren terreno fértil para transmitir sus “significados” de indignación.
Hay que tomar en cuenta algunos elementos, entre ellos el que la democracia dominicana tiene de sostén principal al sistema de partidos políticos, a pesar de la fragilidad de este, dada su bajo nivel de credibilidad; el que la organización gobernante, el Partido Revolucionario Moderno (PRM) no haya llenado todas las expectativas que creó frente a la población; la persistencia de la inseguridad ciudadana y el estancamiento en las promesas de reducción de la pobreza y la desigualdad social, entre otros problemas nacionales.
Resulta evidente que en el momento en que la política se queda solo en pasión y emoción, aumenta la probabilidad de que la tensión social aparezca y la convivencia democrática se torne complicada.
Los pueblos requieren y demandan soluciones a sus necesidades básicas las cuales, si quedan insatisfechas, las cobran con pobladas o en las siguientes elecciones.
En democracia hay que jugar con reglas claras, sin la pretensión de destruir a ningún adversario a través de malas artes; mucho menos recurriendo al Poder Judicial en rol de actor partidario con la finalidad de dañar la carrera política de su oponente ni entorpecer una política pública exitosas que fuera diseñadas por el antecesor.
El “lawfare” constituye una práctica que no solo colide con la ética, sino que se trata de un mecanismo antidemocrático que adquiere la condición de “búmeran” desde que al actor principal se le desaloja del poder mediante procesos eleccionarios libres y diáfanos.
El peligroso camino del “lawfare” pocas veces resulta saludable para la democracia, en vista de que daña la convivencia social, y como afirmó el actor británico Charles Chaplin: “Se necesita el poder solo cuando se quiere hacer daño, de lo contrario, amor es suficiente para hacerlo todo”.