El cierre de una universidad, como el cierre de un periódico, es un golpe duro para la sociedad.
Es como taparle la boca, los oídos y los ojos a un sector de la población que se ve privada de una fuente de conocimiento y de información.
Pero si la función educativa brilla por su ausencia y el centro de estudios es más un negocio que una academia, entonces la cosa cambia.
El tema está sobre la mesa del debate, en ocasión de la disposición dictada por el Ministerio de Educación Superior ordenando el cierre de una universidad que alegadamente no cumplía los requisitos exigidos en el caso. También se dispuso el cierre de determinadas facultades en otras dos academias con rango universitario.
Se dice que en el país funcionan más de veinte universidades. Algunos consideran que son demasiadas, y yo digo: Ojalá fueran cien, pero eso sí, que las cien sean universidades de verdad, con espacio suficiente, equipos adecuados y profesores de máxima calidad. Si se trata de universidades piripipao, de esas que califican más como negocios que como centros de formación profesional, ¡que las cierren sin contemplaciones! La ministra de Educación Superior está buscándoles cupo en otras universidades a los estudiantes que repentinamente se han visto en la calle, y esa actitud de la funcionaria está muy bien. Pero al mismo tiempo la veterana educadora tiene que mantenerse firme en su decisión, porque lo que tiene en sus manos es un asunto muy serio.