Canción cincuenta y cuatro

Canción cincuenta y cuatro

Canción cincuenta y cuatro

Te recorro en mis recuerdos,

y otra vez descubro que tu cuerpo

arde en mi memoria

como un fuego viejo y eterno.

A DÓNDE VA EL AMOR, Ricardo Montaner

—Imagínate a un hombre, en otra mesa, de otro bar, distante a este. Imagínate a ese hombre en la otra punta de la ciudad, quizá en una mesa del Drake, contándoles a sus amigos las historias de sus viejos amores; y, entre tragos y el tráfago de canciones, cuenta un idilio que tuvo con tu esposa. Sí, un romance que todavía no termina.

           —De película, teórico —dice el escritor, interrumpiéndolo—, pero se te olvida que soy viudo hace cinco años, y no tengo, desde entonces, ninguna yunta.

             —Qué tal si no te aferras al presente; y si viajamos al pasado de igual forma el hombre en la  mesa del bar cuenta la historia, con detalles laboriosos en los momentos más sensuales. Cuenta los prolegómenos. Y la mejor parte arranca con ella de pie, espigada, con zapatos de tacón fino y alto, delante de él, sacándose los tirantes del vestido fucsia, despacio. Primero uno y después el otro. A seguidas, sin que el amante pueda quitarle los ojos, cae, en silencio, la pieza de seda a la alfombra. Mira encantado, atento, aprendiéndose ese momento de memoria.

El tiempo se deshace de manera continua, con minutos rigurosamente idénticos. La mujer, con la destreza de algo aprendido a fuerza de una repetición constante, se lleva las manos a la espalda y desabrocha las grapas del brasier negro; y los senos al descubierto, firmes y turgentes, empezaron a ser, desde ese momento, cosa suya y parte de los recuerdos compartidos e imborrables. Ante tanta maravilla —que se le revela como un arcón humano de indómitos placeres—, una punzada fría encajó un palpitante nido de ansiedades en su corazón. Y cayó abatido, obnubilado por el éxtasis. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar el aliento. Había más: firmes las caderas, las piernas bien torneadas. Todo su cuerpo olía a perfume de otras latitudes. En el abdomen un lunar bello y poco común: parece una lágrima de jade. Los dedos ágiles desanudando el pelo que cae como una negra cascada. Un mechón de plata, bello e inusual, nace en la sien y se entreteje con la parte azabache del pelo. El hombre fija su mirada en el movimiento de la mujer que, con las dos manos, se quita de un tirón el trozo negro y mínimo de tela que cubre su laberinto; y ya, totalmente desnuda, va con él a la cama; se entrelazan los cuerpos, en silencio, con derroche de caricias e infinitos besosambos con los corazones palpitantes. Sí, una batalla de labios y las manos se entregan en caricias visibles; y por dentro de ellos, a lo interno de sus cuerpos, en los hondones de sus almas, se aloja la otra batalla que ninguno de los dos ve, que vive cada uno de manera particular y en secreto. Se trata de una batalla que se traduce en ahogos y suspiros que apenas pueden reprimir. Ese es el amor de verdad y que explica los besos y las caricias que se ven. Ese es el amor que inventa caminos y no puede ser de otra forma.

A ella le gustaba la demora de él, resistiendo, esperándolo en el momento de mayor intensidad; y desde luego, ella, hambrienta, impúdica y feroz, cálida, suelta todos los misterios de ese cuerpo, firme y venerable, en el tramo de la entrega total.

En la cabeza del viudo baila una palabra desde que su esposa, de nuevo viva en sus recuerdos, muestra frente al amante, firmes, las poderosas y excitantes caderas. El mechón blanco que nace en la sien. El punto de jade en el abdomen. La revelación de ese último detalle íntimo, oculto a la vista, lo estremeció; y todavía arde en su cabeza como un tizón al rojo vivo. ¿Era acaso su esposa una mujer compartida, capaz de abrigarse en otros brazos? ¿Desde cuándo, si era así, ocurría eso? Un velo de ira empieza a nublar su rostro. No quiere perder el control. El viudo miró a su amigo, en silencio, fumándose un cigarrillo. Tenía destreza, fuma desde muy joven. No se atraganta con el humo que, una vez exhalado, se eleva como un ramal leve, invertebrado, sobre su cabeza y se borra en el aire. La palabra, en abierto desafío, irreductible, en la boca del viudo, sigue dando vueltas, la mastica, letra por letra, intentando convertirla en una papilla para de inmediato tragársela empujada con el último trago de whisky. No quería manchar sus recuerdos.

El bar, en ese momento, era una monumental mezcla de confluencias. Había canciones, alcohol, alegría, cigarrillos y los pensamientos duros del viudo que reavivan, sin ningún trámite, las llamaradas del pasado. En ese momento la hora de la noche era imprecisa. Estaban rodeados de mesas libres. Las pocas mesas ocupadas tenían el consumo de los vasos a punto de agotarse. El viudo llamó con un ademán al camarero y pidió su tercer trago de whisky. No estaba totalmente sobrio, en realidad, pero había un efecto engañoso en sus ojos. O quizá no era ningún efecto en sí. Las luces del lugar influían para que se dibujara ese efecto en los ojos.

El amigo, a su lado se levanta  de la mesa. Ya no hace nada allí. En silencio se marcha, sin despedirse. Antes, el lugar estaba más animado. Había canciones de sentimiento, melancólicas, alimentando corazones destrozados. Ahora, también, desde las mesas más animadas habían cesado las risas y los aplausos sin motivo. En ese momento el camarero trae el encargo y el viudo se aferra al vaso, entre temblores involuntarios, lo levanta, logra, finalmente, llevárselo a los labios y con el tiro líquido en su boca apenas siente el torrente de fuego arañando su garganta. Un poderoso ramalazo de ira lo destrozaba por dentro.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.

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