Bloomberg View.-Cuando un grupo de veteranos legisladores brasileños desembarcó la semana pasada en Caracas ante un muro de manifestantes hostiles que arrojaban palos entonando loas al difunto Hugo Chávez, hicieron lo que habría hecho cualquier funcionario extranjero sensato: cancelaron el viaje y exigieron una fuerte reprimenda diplomática.
“Espero que el gobierno brasileño condene estos actos barbáricos e irracionales y deje de consentir a Venezuela”, me dijo Aloysio Nuñes Ferreira, presidente de la Comisión de Relaciones Internacionales del Senado, y uno de los asediados.
Le deseo buena suerte.
El Ministerio de Relaciones Exteriores brasileño calificó debidamente de “inaceptable” la agresión contra los legisladores –que se proponían visitar a opositores encarcelados por el régimen venezolano- y pidió “explicaciones” al presidente Nicolás Maduro.
Pero no esperen que la presidenta Dilma Rousseff retire a su embajador.
El país más grande de América Latina viene llevando adelante desde hace tiempo un juego complicado con sus vecinos más irritables, andando de puntillas cuando avasallan libertades internamente –una tendencia que en una oportunidad llevó al exministro de relaciones exteriores mexicano, Jorge Castañeda, a llamar a Brasil “un gigante que actúa como un enano diplomático”.
El hecho es que Brasil ve desde hace tiempo a su hemisferio como una comunidad no sólo de aliados, sino de clientes. Con constructores que baten récords mundiales como Odebrecht, Andrade Gutierrez y Camargo Correa, ha ganado una millonada vendiendo infraestructura cara –una represa hidroeléctrica en Ecuador, una autopista a través del país en Bolivia, un puerto de aguas profundas en Cuba- en todo el mundo en desarrollo.
Los ingenieros brasileños son tan ubicuos en América como los estrategos nacionales en vuelo haciendo campaña. Venezuela sola canalizó esa generosidad vecinal hacia docenas de proyectos entre los que se cuentan una nueva línea de metro y la reforma de un aeropuerto internacional.
Si los brasileños están mejor debido a estos acuerdos es otra historia. En primer lugar, el desorden económico acumulado llevó a Maduro a dejar en banda a los contratistas extranjeros. En segundo lugar, el contribuyente brasileño paga la factura por las condiciones generosas, pródigas inclusive, del financiamiento de proyectos que suelen acompañar a los grandes acuerdos extranjeros relativos a infraestructura. El banco de desarrollo nacional de Brasil, conocido por su sigla en portugués, BNDES, ha prestado casi US$12,000 millones al exterior desde 2007.
Y como el BNDES otorga préstamos a tasas insignificantes y bajo condiciones que han sido menos que transparentes, toda la práctica de financiar obras en el exterior está siendo inspeccionada cada vez con más atención.
(En un caso aparte, altos ejecutivos de Odebrecht y Andrade Gutierrez fueron algunos de los detenidos el viernes como parte de la investigación cada vez más amplia por contratos inflados en Petrobras.) Recientemente, la Corte Suprema ordenó al banco desclasificar sus libros, donde los auditores nacionales han encontrado anomalías.
Por mencionar sólo una: muchos créditos blandos se destinaron a empresas manejadas por multimillonarios brasileños, que resultan ser grandes donantes en la campaña presidencial de Rousseff en 2014.