Tenemos una semana muy activa en el océano Atlántico y, por lo visto en el mar Caribe, al entrar el último tercio de agosto, un mes que los dominicanos asocian con las grandes tormentas o huracanes. Desde luego, debido al rigor de las altas temperaturas.
Es, en realidad, el último tercio del verano, que incluye los primeros veinte días de septiembre. Un lapso particular de esta estación del año, la más calurosa, cuando las temperaturas marinas alcanzan niveles muy altos, y en este alto grado de calor se originan las tormentas tropicales, que según los entendidos no son más que un mecanismo de enfriamiento del sistema climático.
La semana pasada EL DÍA publicó una nota en la que refería informaciones de meteorólogos sobre las elevadas temperaturas en el Atlántico, que riega toda la banda norte del país, y en el mar Caribe, que lo hace por la banda sur.
La realidad es que estos meteoros pueden llegar a causar grandes daños materiales por la potencia de los vientos y las copiosas lluvias que los acompañan. Y como todavía no hemos aprendido a ser suficientemente previsores, esta actitud tiende a empeorar sus efectos.
El tiempo del paso de un huracán por cualquier parte del país puede ser medido en horas. Es decir, nunca es un asunto de días.
Ahora bien, la intensidad de esas horas es bastante como para no olvidarlas en meses y en ocasiones años. Si se trata de una gran tormenta, como fue el caso del huracán David, que entró al país el 31 de agosto de 1979 por la provincia de San Cristóbal con fuerza devastadora, o el huracán María, que lo hizo en Puerto Rico el 20 de septiembre de 2017, sus efectos pueden mantenerse presentes durante años.
Pero, lamentablemente, para nosotros las tormentas son un asunto de cuando nos toca. Nunca las hemos integrado en nuestros planes de vida.