
Es común escuchar que los jóvenes de hoy “no respetan” o que pertenecen a una supuesta “generación de cristal”. Pero, ¿cuánto de esa realidad está vinculada a la forma en que los adultos hemos aprendido —o dejado de aprender— a acompañarlos? Las heridas emocionales que tantos adultos arrastran no aparecen de la nada.
Se originan en etapas tempranas, cuando un niño se sintió desatendido, criticado o sobreprotegido. Un niño que no fue validado desarrolla inseguridades que, más tarde, se convierten en miedos, relaciones dañinas o dificultades para confiar. El gran reto actual es el tiempo.
Entre la rutina laboral, los compromisos sociales y la búsqueda de espacio personal, muchos padres terminan sustituyendo su presencia con dispositivos electrónicos o con figuras externas que llenan ese vacío. Sin embargo, ni la escuela, ni un celular, ni un influencer pueden asumir la responsabilidad de criar. La verdadera prevención de estas heridas comienza en casa.
No se trata de regalar más cosas, sino de regalar atención. Mirar a los hijos a los ojos cuando hablan, escuchar sin prisa, mostrar interés por aquello que para ellos es importante. La presencia activa transmite seguridad, pertenencia y amor, pilares que ningún objeto puede sustituir. Al mismo tiempo, es fundamental no confundir acompañamiento con sobreprotección. Un exceso de cuidado también limita, creando adultos inseguros que temen tomar decisiones. Los hijos necesitan padres firmes, disponibles y coherentes, no jueces implacables ni amigos que renuncien a su rol. Si anhelamos un futuro con adultos emocionalmente sanos, debemos sembrar hoy infancias cuidadas, escuchadas y valoradas. Porque lo que un niño recibe o deja de recibir en sus primeros años se convierte en la voz interna que lo acompañará toda la vida.