Quienes asisten con curiosidad al particular protocolo por la muerte de la reina Isabel II de Inglaterra, acaso centran su atención en este hecho desacostumbrado y dejan de ver su fallecimiento como el final de una era.
Y como a todo final sigue un comienzo, este último, por la especial coyuntura geopolítica que involucra a europeos y asiáticos, llega cargado de ciertos riesgos.
Un monarca en Inglaterra es un jefe de Estado, pero la reina Isabel II le había impreso a esta condición un cierto carácter de inamovilidad extendida a una parte importante del mundo.
Era para muchos una figura familiar.
Si su actitud o manera de ser era en estos momentos poco significativa para la política mundial, esto no lo sabemos, pero pronto tendremos la ocasión de medir el significado simbólico de su presencia física para el vecindario europeo y la Commonwealth —la Comunidad de Naciones organizada alrededor del Reino Unido— sobre los que influía el reinado inglés más largo de la historia.
Apenas el año pasado una de las islas del Caribe Oriental, Barbados, anunciaba su retiro del Reino de Inglaterra para convertirse en República. Esto implicaba dejar de tener a la entonces reina Isabel II como jefa del Estado. No se trató de un rompimiento absoluto, en vista de que se mantiene como parte de la referida Comunidad de Naciones, pero el paso llamó la atención. Tal vez ahora ocurran otras salidas.
Es todavía muy temprano para interpretar en estas pocas palabras la significación de la muerte de Isabel II en la política mundial. Definitivamente, hay que esperar.
Se puede arriesgar, sin embargo, que uno de los rumbos que no necesita el mundo en esta hora es el de la emotividad, un riesgo perenne que su presencia física tendía a contrarrestar.
Buen viaje Isabel, ¡que el tránsito le sea leve!