El cirujano militar francés del siglo XVI Ambroise Pare es considerado por muchos el padre de la cirugía moderna.
La cirugía es una de las prácticas médicas más antiguas que se conoce. De hecho, se han hallado evidencias de operaciones realizadas hasta 6.500 años antes de Cristo.
Pero durante siglos estos procedimientos fueron actos crudos y desesperados, muchas veces realizados desde la ignorancia. Lejos de salvar vidas, tenían una enorme tasa de mortalidad y provocaban gran sufrimiento.
La cirugía fue durante mucho tiempo el último recurso al que acudían los pacientes que no tenían otra alternativa.
Algunos de los «expertos» que realizaban estos procedimientos ni siquiera eran médicos. En torno al año 1500, los cirujanos en muchas ocasiones eran barberos.
A finales del siglo XIX se empezaron a realizar operaciones más parecidas a las que conocemos hoy. Algunas fuentes médicas sostienen que no fue hasta el siglo XX que las opciones de morir tras una cirugía fueron menores que las de sobrevivir.
En la actualidad, se realizan cirugías con técnicas mínimamente invasivas, lo que ha acortado los tiempos de recuperación y mejorado enormemente las tasas de supervivencia.
Pero para llegar hasta estas cirugías seguras y efectivas hubo que superar varios desafíos. Aquí te contamos cuáles fueron los tres principales problemas y cómo se solucionaron.
1. Cómo frenar la pérdida de sangre
Por mucho tiempo, morir desangrado fue uno de los principales riesgos de someterse a una cirugía.
Frenar la pérdida de sangre durante una operación es clave: si el cuerpo humano pierde más del 20% de su sangre puede sufrir un shock hemorrágico, que es cuando el corazón disminuye su velocidad y no puede hacer circular suficiente sangre por el cuerpo.
Cuando esto sucede, la presión arterial cae en picado y hay un descenso masivo de la temperatura corporal.
Si el cuerpo pierde más del 40% de su sangre, todos los órganos comienzan a cerrarse y es probable que la persona muera.
Los primeros que encararon el problema de la pérdida de sangre fueron los cirujanos militares, ya que uno de sus principales desafíos era evitar el desangramiento por las heridas de guerra.
Inicialmente, apelaron a métodos antiguos:
- La ligadura, el cierre permanente de un vaso sanguíneo a través de una sutura (practicado originalmente por los médicos de la Antigua Grecia).
- El torniquete desarrollado en el siglo XVI para tratar amputaciones.
- La cauterización, utilizando una herramienta metálica, calentada sobre el fuego, para cerrar la herida.
Pero ninguna de estas técnicas servía si ya existía una pérdida importante de sangre.
Lo que realmente solucionó el problema fue la transfusión de sangre, que solo fue posible después de que Karl Landsteiner descubriera, en 1901, que los grupos sanguíneos deben ser compatibles para que la sangre se pueda compartir.
El austríaco ganó el premio Nobel de Medicina en 1930 por este hallazgo.
La técnica de la transfusión de sangre tardó en perfeccionarse y no comenzó a utilizarse de forma extendida hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
2. Cómo evitar el dolor
Muchos no saben que la anestesia no se usó para realizar cirugías hasta mediados del siglo XIX.
Hasta entonces, los pobres pacientes debían soportar el dolor –muchos de ellos entraban en shock por la agonía-, lo que obligaba a los cirujanos a actuar lo más rápido posible para acortar el período de sufrimiento.
Durante siglos se buscó la forma de aliviar ese dolor, probando una variedad de sustancias sedativas como alcohol, plantas medicinales (muchas de ellas venenosas) y algunas drogas.
En siglo X, el médico persa Avicena recomendó que los sedativos fueran inhalados para que actuaran más rápido, un método que se utilizó hasta el siglo XIX.
El primer uso documentado de una anestesia general se dio en Japón, en 1804, cuando el médico Seishu Hanao utilizó una poción hecha de potentes plantas para dormir a su paciente: una mujer de 60 años con cáncer de mama a la que le realizó una mastectomía.
Finalmente se descubriría que una serie de gases actuaban como efectivos anestésicos.
Uno de los primeros en señalarlo fue el médico británico Humphrey Davy, quien descubrió en 1798 que el gas de óxido nitroso -más conocido como gas de la risa– aliviaba el dolor. Pero la comunidad científica no le dio importancia.
Henry Hill Hickman probó el dióxido de carbono como anestésico en la década de 1820, pero su hallazgo también fue desmerecido.
Irónicamente, tanto el dióxido de carbono como el óxido nitroso se siguen utilizando hoy en día como anestésicos.
El primer anestésico general que se usó de manera general para las cirugías fue el éter dietílico, identificado por Michael Faraday en 1818. Pero empezó a usarse décadas más tarde de su descubrimiento, ya que al comienzo -al igual que el óxido nitroso- solo fue usado por diversión por sus efectos embriagantes.
En Reino Unido, los cirujanos empezaron a utilizar otra sustancia, el cloroformo, que consideraban más fácil de administrar aunque tenía más riesgos. Junto con el éter, hicieron que la anestesia pasara a ser una práctica común para finales del siglo XIX, haciendo que las cirugías ya no fueran una tortura.
3. Cómo prevenir infecciones
Incluso cuando se logró que las cirugías dejaran de doler, eso no mejoró las opciones de sobrevivir a ellas. Hasta el procedimiento más pequeño podía resultar mortal si la herida se infectaba.
En el siglo XIX, muchos pacientes que habían sido operados con éxito morían después de la cirugía por enfermedades infecciosas como sepsis o gangrena.
Los cirujanos -una especialidad profesional que se acababa de formar- no lograban comprender por qué estas infecciones ocurrían o cómo se diseminaban.
Pero todo cambió gracias a un joven médico británico llamado Joseph Lister, quien empezó a estudiar medicina en 1844, poco después de que se introdujera el uso de anestésicos.
Lister había estudiado la teoría del francés Louis Pasteur, quien propuso que las enfermedades infecciosas eran causadas por la diseminación de microorganismos que él llamó gérmenes.
El británico decidió aplicar esta llamada «Teoría de los gérmenes» al problema de las infecciones postquirúrgicas.
Desarrolló un sistema para evitar que los gérmenes entraran a la herida, creando una barrera química -que llamó «antiséptica»- entre la herida y el exterior.
Para ello utilizó ácido carbólico, que mataba los gérmenes.
También desarrolló un estricto protocolo quirúrgico para reducir las posibilidades de infección, lavando los instrumentos con ácido carbólico y creando un jabón de manos a base de este ácido para el equipo que iba a realizar la cirugía.
Incluso creó un spray antiséptico para rociar alrededor del paciente y reducir el nivel de gérmenes en el aire.
Sus métodos redujeron drásticamente las muertes por infección en quirófano.
A finales del siglo XIX se crearon otros métodos para combatir los gérmenes como la esterilización a vapor o con calor seco, desarrollados por el científico alemán Robert Koch. Así, se crearon ambientes estériles (libres de gérmenes) para poder operar.
Finalmente, el descubrimiento de los antibióticos en la década de 1940 le dio a los médicos una nueva arma para combatir las infecciones e hizo que las cirugías pasaran a ser los procedimientos seguros y efectivos que conocemos hoy.
Tomado de BBC Mundo