*Por Carlos Rodríguez Almaguer
Cada 12 de octubre se renueva la polémica sobre la manera más justa con que debemos mirar a la fecha que recuerda la llegada de Cristóbal Colón y sus navegantes al continente americano. Y como toda “mirada” significa observar algo desde un punto de vista determinado, entonces tendremos al menos dos maneras de mirar ese hecho histórico que cambió el mundo para siempre.
La primera perspectiva, la que ha predominado durante cinco siglos, sería la de Europa, y sobre todo España. Una hazaña sin duda para la navegación y las ciencias relacionadas de la época, y un triunfo descomunal para el que poco después comenzaría a llamarse a sí mismo, con jactancia y no sin verdad, “el imperio donde nunca se pone el sol”, porque cuando atardecía en México amanecía en Filipinas. Aquel marino genovés, intrépido e inteligente, sería favorecido por la serendipia como pocos lo han sido después de él. Inspirado en las historias sobre las tierras del Gran Kan, aprovechó la necesidad de los imperios europeos por encontrar nuevas rutas que les permitieran continuar el comercio de las especies entorpecido por la ocupación turca de Constantinopla y se lanzó, guiado por los mapas de Ptolomeo y de Piri Pachá, hacia las costas de la India navegando siempre hacia el poniente, como demostración de la redondez de la tierra en pleno Renacimiento en el que precisamente España representaba la rémora aprisionada todavía por las poderosas cadenas medievales. No fue el Renacimiento lo que llegó a América en las naves colombinas sino lo peor del Medioevo. Tampoco fue la pasión de la fe cristiana la que motivó aquella audaz empresa sino la ventaja económica que reportaría el descubrir y controlar una nueva ruta comercial hacia el Oriente. La inmensa mayoría de aquellos aventureros segundones, buscavidas, desheredados de casas poderosas, caballeros de media loriga, delincuentes sancionados y reclusos no representaban lo que era considerado entonces la “civilización” de Europa, sino sus antípodas.
La otra perspectiva del asunto nos la da la propia historia de las culturas originales que habitaban de siglos atrás las vastas extensiones de un continente predominantemente virgen y tan inmensamente rico que quinientos años de saqueo sistemático, de propios y extraños, no han alcanzado a empobrecerlo todavía. Fueron admirables los avances que habían alcanzado en algunas áreas del conocimiento como las matemáticas, la astrología, la medicina, la arquitectura, la agricultura. Llama la atención la manera en que adoraban a los dioses diversos que les había sugerido la naturaleza exuberante a la que respetaban como un organismo vivo que les otorgaba el sustento como una bondadosa compensación a sus cuidados. El hecho de que algunas de aquellas culturas ofrecieran a sus dioses vidas humanas en sacrificio religioso a cambio de mayores beneficios a sus comunidades, fue y sigue siendo motivo de acusación y escarnio por parte de otras culturas hipócritas que, a pesar de los descomunales avances científicos y tecnológicos que ha tenido la humanidad hasta el presente, continúan sacrificando millones de vidas inocentes para beneficio de unos pocos privilegiados, y ni siquiera pueden invocar para semejantes matanzas a su corrompida relación con sus dioses.
Las páginas que la conquista y colonización de América arrancaron a la historia de la civilización humana no han podido recuperarse todavía y acaso ya no podrá serlo definitivamente. Solo con una paciente, consciente y amorosa labor sociocultural, en la que la educación y la historia juegan un papel primordial, podrán recogerse o fortalecerse los vestigios que aún perduran de muchas de aquellas culturas primigenias, y conservarse las tradiciones de las que con mayor fuerza, y a costa de grandes sacrificios, han logrado sobrevivir hasta nuestros días.
Mientras los americanos no miremos sin miedo ni vergüenza a nuestra propia historia, y trabajemos en ella con voluntad y ternura; mientras sigamos mirando deslumbrados a Europa y Norteamérica, no encontraremos las claves para sacar a nuestros pueblos dolorosos y nobles de estas encomiendas disfrazadas de repúblicas donde nos tienen presos todavía nuestros dominadores.