*Por Sharlyn Rodríguez
¡A todo se acostumbra uno! Por ejemplo, durante estos meses de pandemia, es fácil notar como las personas nos hemos ido adaptando a los tiempos del COVID. Iniciamos con la histeria, algunos se vestían con trajes que parecían de astronautas para salir a la calle, se instalaron túneles de desinfección, algunos no asomaron el cuerpo ni a la ventana; el susto, además de las medidas impuestas, nos detuvo. Luego, a medida que fuimos entendiendo un poco mejor la forma de contagio, nos calmamos y adoptamos el “nuevo normal”, acompañado de nuevos hábitos de limpieza, rituales para entrar y salir de cualquier establecimiento y nuevas prendas de vestir, “las mascarillas”.
Igual que en la cotidianidad de cada ser humano, cada sector productivo, en un intento de permanecer vivo, ha empujado paquetes de medidas que se ajustan a sus necesidades. Para retomar la presencialidad, se han aplicado protocolos de bioseguridad y medidas de higiene, de ocupación y distanciamiento. Así se han abierto fábricas e industrias, se han reactivado, aunque menos rápido de lo deseado, el turismo, las tiendas, los bares y restaurantes. Poco a poco, en un esfuerzo aunado de resiliencia, hemos luchado por mantener el engranaje de recursos, servicios, oferta y demanda que llamamos economía.
Pero algo ha permanecido constante: desde el lunes 16 de marzo de 2020 en todos los centros escolares y universitarios del país las aulas han estado cerradas.
Es cierto que, para evitar que la educación no se detuviera del todo, muchos dominicanos y dominicanas de diferentes instituciones realizaron una labor titánica que permitió rápidamente poner en marcha las clases a distancia. Muchos estudiantes comenzaron a recibir clases virtuales, a otros les tocó tomarlas por radio y televisión. La tecnología se convirtió en la nueva protagonista y nos permitió armar la salida a un problema inmediato. Pero, independientemente de que su incorporación tenga aspectos positivos ¿de verdad creemos que puede mantenerse como la solución única y definitiva?
Si otros sectores han incluido protocolos y pilotos para tener algún grado de presencialidad, ¿cómo es posible que la educación no haya evolucionado desde hace casi un año? ¿Hasta dónde aguantaremos esta modalidad a distancia sin que la “educación se detenga”?
Estamos hablando de una población de más de 3.4 millones de estudiantes, incluidos mis hijos, repartidos entre nuestros tres sistemas de educación y formación. Según estimaciones de la UNESCO para la región de Latinoamérica, de los estudiantes afectados por las clausuras de las aulas el 1.83%[1] nunca más volverá al sistema educativo. Traduciendo esta cifra a nuestra realidad, significa que para 62,000 niñas, niños y jóvenes dominicanos la educación probablemente ya se detuvo para toda la vida.
Los costos son altos para todos, nos calan desde ya y permanecerán afectándonos en el mediano y largo plazo[2].
Unas líneas atrás, hablaba de engranaje para referirme a la economía. Y a propósito de engranajes, la semana pasada visité una empresa en Santo Domingo Oeste que recibe anualmente a jóvenes como aprendices. Sus ejecutivos se lamentaban pues no han recibido estudiantes desde hace seis meses. Para esa empresa, la falta de personal y consecuente baja en sus niveles de productividad ya es una realidad. Todo porque una parte del engranaje está fallando.
El riesgo para la educación y formación técnicas es mayor. La teoría quizás pueda transferirse a través de las herramientas remotas, pero las competencias que requieren práctica para desarrollar habilidad manual o artesanal, serán las más afectadas. Aún existieran los contenidos, para el que estudia la carrera de flebotomista ¿cómo aprenderá a encontrar una vena de manera virtual? Para un bachiller técnico en mecánica automotriz, ¿cómo aprender la fuerza física que debe aplicar para apretar la tuerca de un motor escuchando la radio?
¿Sabía usted que el 65% de la fuerza laboral de un país es de perfil técnico? Nos estamos sentenciando a una economía colapsada en un plazo más inmediato del que imaginamos.
No podemos quedarnos de brazos cruzados ante un escenario como este.
¡Es tiempo de innovar! Empecemos a poner en marcha soluciones aplicadas a los contextos sociales, económicos, geográficos de nuestro país y de nuestros estudiantes. No me refiero una solución única y universal, sino a correr pilotos, medir indicadores, retroalimentar y aplicar mejoras. Esto sí, manteniendo parámetros de distanciamiento y ocupación, de niveles de contagio por zona o comunidad. Considerar modelos híbridos de enseñanza entre lo virtual y lo presencial.
Es obvio que el problema es de todas y todos, así que es tiempo de unirnos como nación. Como madre, ciudadana, profesional, me ofrezco a acompañar a las autoridades. ¿Y usted, amable lector, se une?
¡Aprovechemos la creatividad del país! Fomentemos el trabajo en equipo y diseñemos el paquete de soluciones y protocolos que servirá para los quisqueyanos.
Es tiempo de abrir las aulas.
[1] https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000373992.locale=en , How many students are at risk of not returning to school? Advocacy paper