Hace unos años, poco después de proclamarse la reforma constitucional de 2010, hablaba con Marcos Barinas, un arquitecto y urbanista que me honra con su amistad.
En nuestra conversación él lamentaba la forma en la que el desarrollo de Santo Domingo ha ido disminuyendo paulatinamente la calidad de vida de sus habitantes. Me preguntaba qué se podía hacer para lograr hacer efectivo el derecho de los ciudadanos a ciudades vivibles.
Quedó atónito cuando le respondí que, aunque la Constitución contempla el derecho a un medioambiente sano y sostenible, no contempla el derecho a los espacios públicos. No son equivalentes exactos, y la diferencia es relevante puesto que los espacios públicos implican lugares públicos de reunión y esparcimiento como parte del tejido de las ciudades.
Recientemente, en una conversación con mi cuñado, salió a relucir el tema. Conversábamos sobre cómo el hacinamiento está haciendo invivible a Santo Domingo, y se produce en todos los sectores, independientemente de su ubicación o de la clase social que predomine.
Las calles de los barrios más encopetados también están bordeadas por hileras ininterrumpidas de edificaciones, sin dar lugar al descanso de la vista ni de las personas. Son pocos los lugares de esta ciudad en los cuales una familia se puede sentar sin tener que pagar consumo.
Algo debemos hacer, una ciudad no puede ser tan hostil con sus habitantes. Las soluciones que pueden proponer expertos son múltiples y variadas: incentivos para quienes dediquen espacios urbanos a parques públicos, reglamentación más rigurosa y dirigida del uso del suelo y otras.
Pero urge poner manos a la obra. El crecimiento demográfico de Santo Domingo es casi inevitable, y como no es posible prohibir a las personas que se muden a la ciudad, lo menos que podemos hacer es evitar que sea cada vez más asfixiante.